Don Máximo Yagupsky
Cuando
ese 9 de junio de 1996 Don Máximo Yagupsky
se quedó dormidito para siempre en su
sillón, se me murió un entrañable
amigo, un maestro, casi un padre. Su
amistad fue un regalo de la madurez, cuando
a mediados de los años ‘80 nos
reunió un libro suyo de ensayos, Soliloquios
de un judío, que me tuvo de editor. Lo
nuestro fue una amistad a primera vista. Comenzamos
trabajando en la preparación de la edición
de aquella obra, pero a poco andar, el
libro se había vuelto una buena excusa
para encontrarnos. Nos citábamos
en algún café o Yagupsky caía por la
editorial sin previo aviso —la
amistad es impertinente,
solía
decir— y
nos echábamos a caminar por horas, charlando,
tomados del brazo, sin rumbo fijo. Guardo de
esas larguísimas caminatas, una sensación
festiva, hecha de su humor afilado y de sus
vívidos recuerdos habitados por gente
como Buber, Heschel, Gerchunoff, Ben
Gurión y otros grandes de su generación,
que él había frecuentado.
Delgado, ágil, gran
caminador, gran conversador, en
su chispeante charla cobraban vida con idéntico
humor y cariño, la gente de Buenos Aires, los
judíos de su colonia y los sencillos
peones de su Entre Ríos natal. Yo
bebía con avidez de su sabiduría
y de su humor, anotando a menudo sus dichos
y anécdotas, pensando que sería
un crimen que se perdieran. Creo que más
allá de la imagen del Yagupsky erudito,
también estas anécdotas y ocurrencias
lo pintan, y estoy convencido de que
a él le hubiera gustado saber que lo
recordaríamos con su sonrisa.
El escritor Arnoldo Liberman,
otro entrerriano, relata en su libro Grietas como
templos una anécdota que lo tuvo
por protagonista a don Máximo cuando
cumplía con su servicio militar en el
2º de infantería de Buenos Aires:
—¡Soldado! —lo increpó cierta vez un oficial.
—¡Ordene mi capitán! —respondió en posición
de firmes el joven Yagupsky.
—Digame —le preguntó con sorna el capitán— ¿usted
es ruso o argentino?
—Ruso nacido en Entre Ríos —respondió con firmeza
Yagupsky.
—¡Me jodiste! — reconoció el capitán.
Los
relatos de Yagupsky solían trenzarse,
de modo tal que un recuerdo traía a
su memoria otro y otro y otro más. Contaba
por ejemplo, cómo fue que allá por
los años ‘32, ‘33, contando
apenas 27 años, se hizo cargo
de la creación y dirección de
aquella legendaria editorial Israel. Contaba
que cierta vez, estando sentado en la sala
de su casa leyendo, vio entrar a un hombre
que siguió hasta el fondo, hasta donde
estaba su biblioteca. “Debe querer robarse
algún libro, pero ¡qué me
importa! ij hob
es in d’rerd”, pensó.
Pero el hombre que había
entrado a su casa era Don José Mirelman, y estaba
buscándolo
a él, por lo tanto volvioó del
fondo y le propuso hacerse cargo de organizar
una editorial judía. Antes de aceptar,
Yagupsky pidió aconsejarse
con Alberto Gerchunoff. Y ahí nomás
fueron a verlo al diario La Nación. “Pero
no lo encontramos en su gabinete
—contaba Don Máximo— estaba
en el comedor del diario, contemplando embelesado
un salame que colgaba de un gancho“. “¿No
les parece un poema?” les preguntó Gerchunoff. Finalmente
volvieron con él a su gabinete y delinearon
la futura editorial conversando hasta la madrugada.
Mencionando otras
anécdotas del autor de Los
gauchos judíos, recordaba
Yagupsky un famoso café al 2500 de Corrientes, el
Café Japonés, al
que Gerchunoff iba a veces, café en
el que solían parar los rufianes
y también el jazán de la sinagoga
de los rufianes, al que Gerch llamaba “el
cantor de su tristeza”, y que vendía
en el café tsétalaj, billetes
de lotería para compensar un poco su
magra economía.
El café costaba allí 10 centavos
y si alguno lo pedía le daban
papel para escribir una carta. El sobre no.
Cierta vez Gerchunoff fue a tomar
allí un café acompañado
por un hombre pequeño y tímido,
que estaba pintándole
la casa. Ese hombre, que se llamaba Karp y
que además de pintar
paredes, hablaba un pulido hebreo, llegó a
ser luego director de la Escuela Bialik. Yagupsky,
que lo conoció en la casa de
Gerchunoff, trepado a una escalera y salpicado
de cal, cuando escuchó su
hebreo lo invitó a cambiar la
brocha por una tiza y la escalera
por un pizarrón. Pero volviendo
a aquella tarde en el Café Japonés, Karp,
señalando a uno de los parroquianos, le
preguntó a Gerchunoff
quién era.
—¿No
lo conoce? —le preguntó Gerchunoff— Es
un rufián
soberbio.
El capítulo
mejor de los recuerdos que solía contarme
Don Máximo, tienen que ver con
la ingenua mordacidad y la pícara gracia
de sus gauchos judíos entrerrianos.
Uno de sus personajes preferidos era un carrero
llamado Shmil Manulis. Cierta vez, Oungre,
un importante director de la JCA visitó la
colonia siendo recibido a la entrada
por todos los colonos. Oungre dió la
mano a uno por uno, pero salteándose
a ese carrero. Shmil Manulis se acercó entonces
al imponente Oungre y tendiéndole la
mano le dijo: “¡Dame la patita,
guacho!”.
Este mismo personaje —contaba
Yagupsky— iba cierta
vez con su carro vendiendo melones, cuando
una mujer tuvo la mala ocurrencia de tomar
un melón en su mano y apretarlo
para comprobar si estaba maduro. Don Shmil
Manulis, sin decir una palabra, se acercó a
la mujer y le apretó un pecho.
No sé si fue de ese mismo gaucho judío o de
otro potentado similar, que Yagupsky recogió esta frase:
1
peso tengo; 5 pesos vi en casa de mi abuelo;
10 pesos me contaron que existen, pero ¿50
pesos? Es mentira. Nunca hubo algo así.
Don Máximo sentía
especial placer recordando expresiones de los
colonos, algunas en ídish, intraducibles —como
la de Reb Alter Shejtman: Di kinder
hodeven mij mit kalte kokletn... (los
chicos me crían con albóndigas
frías)— otras
en una ingeniosa y pícara amalgama de ídish
y castellano. Escuchen algunas joyas
de ese híbrido y sabroso “castellansky”,
como le decía Yagupsky:
Az
men ken nit, pasiensie o Main
yeguale. Y
en el peor
enojo —recordaba
Yagupsky— exclamaban: ¡A
la mierjolile!
Yagupsky fue durante muchos
años representante
del America Jewish Committee y en ese carácter
tuvo que visitar alguna vez al Presidente Frondizi.
Durante esa entrevista, me contaba Don Máximo,
Frondizi le lanzó cierta pregunta de
doble filo acerca de los judíos. Yagupsky
le respondió contándole la siguiente
anécdota verídica:
Una
vez un paisano me encaró:
—Dígame,
don Máximo, usted
es un amigo y nome
va a mentir, ¿es cierto que los judíos
lavan a sus muertos en agua caliente y después
los despellejan?
¿Yo
qué podía contestarle?
—Sí,
es cierto —le
dije.
—¡Pero
no puede ser! —exclamó el
paisano.
—¿Y
si no puede ser, por qué es tan estúpido
que se lo cree...?
Después de aquella
experiencia mía como editor de sus Soliloquios
de un judío, volví a colaborar
con él en la edición de
su traducción del libro “Génesis”. Pero
esta vez, a invitación suya, hice
una lectura crítica de su versión,
desde ya que no desde un ángulo erudito
—en ese campo yo no tenía nada
para enseñarle— sino desde el
costado literario
e idiomático. Enamorado
de los clásicos españoles, su
idioma era demasiado castizo y arcaico para
mi gusto, postura que yo defendía con
insistencia frente a los nada endebles argumentos
de Yagupsky.
Con la humildad de los grandes, él
escuchaba atentamente mis discrepancias y luego
defendía sus posturas con pasión
y humor. Lo cierto es que, más
allá de los cambios que pude
introducir en el texto, fueron tardes deliciosas
en las que, de los tironeos alrededor de un
término, yo cosechaba a manos llenas
chispazos de su ingenio y sabiduría. Comenzábamos forcejeando con
la versión de un vocablo y terminábamos
discurriendo sobre la condición judía. Y
allí, en el calor del
diálogo, en medio de un párrafo,
Yagupsky disparaba frases memorables, que a
veces yo lograba atrapar en el aire y anotarlas.
El judío —me dijo
cierta vez Yagupsky— se
caracteriza por ser espiralado. No vamos en
línea recta.
Por eso llegamos al mismo punto y reverdecemos.
Y luego comentaba: Los judíos
somos demasiado errantes para reiterarnos.
A menudo pasaba naturalmente
al ídish para decir, por ejemplo: ¿Ver
iz a id? A id iz a mentch vos es art im. (¿Quién
es un judío? Un judío es alguien al que las
cosas le importan).
O citaba a Borges diciendo: La
falta de tradición afantasma. Alguien sin memoria
es un idiota.
Editor, ensayista,
antólogo, periodista,
Yagupsky fue una suerte de rabí laico,
tal como podíamos comprobarlo quienes
lo escuchábamos y tal como se desprende
de la lectura de
Conversaciones
con un judío, ese notable
diálogo
entre Mario Diament y Máximo Yagupsky,
injustamente firmado —acotemos
de paso— sólo por Mario
Diament. Porque vale
la pena recordar que si bien es Diament
quien plantea con inteligencia
la larga serie de preguntas que
dan motivo a esas “conversaciones”,
quien las responde con amplitud y erudición
es Yagupsky, apenas
aludido en la portada con ese ambiguo “un
judío”,
de Conversaciones con un judío mientras
su nombre apenas es mencionado una vez, y de
pasada, en el prólogo. Digamos
todavía que esta gruesa omisión
en la primera entrega, del año 77, tampoco
fue corregida en la segunda edición,
una década larga más tarde.
Yo
conocí a
Yagupsky en pleno ejercicio de una irónica
ancianidad. Decía de sí mismo
que era un viejo apendejado, viejo pero
no oxidado. En realidad decía: alt
ober nit farzhavert.
Estaba yo con él cierta vez, cuando lo
llamó el viejo Jacobo Muchnik desde París. Cuando Don Máximo
atendió, exclamó Muchnik contento:
—¡Qué suerte! Tenía
miedo de que te hubieses muerto.
—No te preocupes —le
contestó Yagupsky—
No voy a morirme sin avisarte.
Pero
en esos últimos
años, a menudo cambiaba la ironía
por la ternura:
Cuando debido a los “desperfectos” de
la vejez —así les
decía— en lugar de poder escribir él
mismo sus notas y cartas, tenía que
dictarlas, me comentaba: “Ahora
escribo con los ojos cerrados, como quien reza.
Como lo hacían nuestras
bobes en su tfilá be’lajash, en
sus rezos en voz baja”.
También así, íntimas y en voz baja,
son las últimas imágenes que
guardo de él:
Lo recuerdo mostrándome
las fotografías de su madre, de su padre,
y diciéndome que seguía extrañándolos,
añorándolos día y noche. “Todas
las noches, al acostarme, en el momento
en que me quito los pantalones y quedo reducido
a la niñez, me acuerdo de mis padres,
y a veces incluso los lloro. Y todas
las noches, para conciliar el sueño,
me acuno con las melodías que solía
cantar mi padre
mientras conducía su sulqui por los
senderos entrerrianos... ”.
Debe
de haber estado cantándose esas melodías
de su padre cuando se quedó dormidito
para siempre Don Máximo Yagupsky, dejándonos más
solos a quienes disfrutamos su humor, su
ternura, su amistad, su sabiduría.