Recuerdos de Baruj Haguer,
un entrañable narrador sabático
Tengo
grabada
en la memoria
cierta fotografía,
de julio de 1952, donde se ve a un grupo de escritores
y artistas judíos, sobrevivientes del
Holocausto, recién llegados al puerto
de Buenos Aires. Detrás de ellos está la
mole oscura del barco del que acaban de descender.
Vienen de París, del refugio transitorio
que fue para ellos, tras la Shoá, la casa
de la rue Guy Patin de los escritores judíos
parisinos. La incorporación entonces a
la vida cultural judía argentina de esos
poetas y prosistas, de ese par de cantantes,
de esa pareja de titiriteros; digo, la
incorporación de esos creadores de lengua ídish
significó por esos años una bocanada
de aire fresco para nuestra comunidad. Yo tuve
la suerte de estar cerca de muchos de ellos y
puedo asegurar que cada uno merece un recuerdo
especial, pero esta noche quiero detenerme en
la figura de uno de ellos, un hombre que con
el correr del tiempo llegó a ocupar en
mi vida el sitio de maestro y padre espiritual,
sitio que sigue ocupando todavía en mi
recuerdo.
Se trataba de un hombre refinado,
silencioso, de mirada penetrante, andar agobiado
y humor ácido.
Se trataba de un hombre que llevaba la cabeza
descubierta aunque provenía de una larga
estirpe de rabíes jasídicos.
Se trataba de un hombre que se sentía
en su casa navegando las frondosas páginas
del Talmud y también se sentía
en su casa juzgando las obras de los grandes
escritores, músicos y pintores de todas
las épocas, y se trataba de un escritor
exquisito. Ese hombre callado, que enriqueció la
cultura ídish argentina durante más
de 30 años, se llamaba Boruj Haguer,
y era el autor de tan intensos como conmovedores
cuentos y ensayos inspirados en el mundo jasídico.
Al ubicar su producción literaria resulta
un lugar común compararla con los cuentos
jasídicos de Itsjok Léibush Péretz,
sólo que Péretz había
atisbado el jasidismo desde afuera, pintándolo
en cuentos magníficos pero románticos,
plantados fuera del tiempo y del espacio. Boruj
Haguer había retomado el tema pero desde
las callecitas mismas en las que hervía
la vida cotidiana de los rabíes jasídicos
y de sus ardorosos seguidores. Habitante y
testigo de ese mundo, sus cuentos nos sumergen
en las atmósferas dramáticas
y fascinantes que rodeaban cada uno de esos
rabíes, en un diálogo singular
entre cada personalidad y la febril devoción
popular de sus discípulos y seguidores.
Presten atención a algunas de las imágenes
en las que Haguer lograba sumergirnos a través
de unos pocos trazos:
¡A Zhiditchoiv,
a lo de Reb Aizikl, no se llegaba viajando
sino transportado por un par de alas! Eso
era cosa sabida entre los jasidim y entre
los judíos
del común, y resultaba claro como
el día
para todo aquel que había escuchado
alguna vez a Reb Aizikl de Zhiditchoiv cuando
predicaba los viernes por la noche levantando
llamaradas!
Así comienza
su cuento “Tsvishn tsvei veltn”
( “Entre
dos mundos”). Y su ensayo Der
Amkn, título que podría
traducirse malamente como “El profundizador”,
y que Haguer dedicara a Dov Sadán,
se abría con esta imagen:
Al final de sus días,
Reb Ber, el predicador de Mezritch, solía
entrar con sus piernas enfermas, apoyado
sobre su bastón, en silencio, a altas
horas de la noche a su casa de estudios,
con una lámpara en la mano, para detenerse
a observar largamente los rostros de sus
alumnos que yacían dormidos sobre
los duros bancos o sobre el suelo desnudo.
Muchos de los protagonistas de
los cuentos de Haguer eran hijos de grandes
rabíes
que a la muerte de su padre se negaban a ocupar
su lugar y eran obligados dramáticamente
por las circunstancias a asumir ese rol no
deseado de guías de sus comunidades.
Ese fue, de algún modo, la historia
personal de Haguer mismo: De estirpe rabínica,
con estudios y sabiduría rabínicas,
rabíes su padre, sus tíos y hermanos,
todo hacía suponer que Baruj seguiría
la tradición familiar, pero el joven
Benedicto Haguer, nacido en una aldea rumana,
decide radicarse en Viena para estudiar composición
musical. Allí se gana la vida trabajando
en una de las principales librerías
vienesas, y allí toma contacto con las
más refinadas expresiones del arte y
las letras europeas.
Pero la Segunda Guerra Mundial lo arroja al
campo de concentración de Transnistria,
y al final de la Shoá se encuentra vivo
pero despojado de innumerables familiares y
amigos. Cuando la humareda de la guerra termina
de disiparse, descubre que el Holocausto había
evaporado para siempre su viejo mundo hogareño;
ese caudaloso hervidero, alegre, desorbitado
y vital, de majestuosos rabíes y apasionados
seguidores, que poblaba las callejuelas y sinagogas
jasídicas de Europa Oriental. Entonces
lo asalta la idea que había sobrevivido
a la hecatombre para cumplir una misión:
dar testimonio; transformarse a pesar suyo
en una suerte de rabí secular encargado
de recrear en cuentos desde su memoria, esa
cotidiana vivencia sabática del jasidismo;
narrar, narrar precisamente a la manera de
esos rabíes que había creído
dejar atrás.
“¡Qué privilegio
era escuchar a esos prodigiosos narradores
de la leyenda jasídica!” dice
Haguer en
la introducción
a su libro In gueúle umru, (“En
la inquietud de la redención”).
Y agrega: “Durante horas uno
permanecía encadenado a sus palabras,
y hasta olvidaba casi el hilo del relato,
encandilado, emborrachado, por el colorido
y el imaginario que esos rabíes
desplegaban ante sus oyentes en su lengua íntima,
el ídish”.
A lo largo de los cuatro volúmenes de
cuentos que alcanzara a publicar Haguer, al
igual que entre aquellos muchísimos
textos suyos dispersos todavía por diarios
y revistas de todo el mundo judío, encontramos
a menudo diferentes versiones, pulcramente
elaboradas, de un mismo relato, en la mejor
tradición de esos grandes rabíes
chagallianos.
La
obra literaria de Boruj Haguer, singular en
muchos sentidos, alcanza su punto más
alto en la orfebrería de su idioma,
de su ídish. El viejo Haguer solía
trabajar sus cuentos magistrales durante meses,
incluso durante años; pasaba noches
enteras en blanco discutiendo consigo mismo
el color de un adjetivo, pesando el tiempo
de una coma, esforzándose por transmitir
la temperatura del belfo de un caballo o el
exacto sonido de un grito. En realidad, una
de las grandes preocupaciones de Haguer y
uno de sus mayores logros fue el acuñar
sus textos en un ídish límpido,
preciso, expurgado de germanismos. Parte de
la misión que se había adjudicado
a sí mismo consistía, precisamente,
en legar a las generaciones venideras, a través
de su prosa, un ídish vivo y palpitante,
en el momento de su mayor brillo y riqueza
expresiva. Y algo más. Al elaborar la
atmósfera que rodeaba a los diversos
rabíes jasídicos, utilizaba los
modismos que singularizaban el ídish
de la región donde ese rabí ejercía
su ministerio. Estaba empeñado en dejar
asentadas en el papel las peculiaridades del
mapa lingüístico y espiritual de
las diferentes regiones del judaísmo
ashkenazí de entreguerras, cosa que
se puede comprobar más claramente todavía
en sus ensayos. A través de cada autor
que retrataba, retrataba la particular atmósfera
cultural del que ese autor era expresión:
Así, Dov Sadán era Brod; Efraim
Oierbaj era Besarabia; Iacov Glatshtein era
Lublín; Shloime Bikl era Rumania; Gross
Tzimerman era Viena; A. L. Schuscheim era Galitsia;
Berl Grinberg era Argentina; Avrom Sútskever
era algo más, era su Majestad, la lengua ídish.
A quienes tuvimos la fortuna
de frecuentar la armoniosa casa de la calle
Junín
al 300, de gozar del afecto inteligente de
ese vital personaje llamado Liza Haguer, de
enriquecernos con la sabiduría y la
ironía del viejo Boruj, se nos hacía
claro por qué un prosista de su nivel
no se preocupaba especialmente por editar su
obra ni por exponerla en las vidrieras literarias,
prefiriendo la laboriosidad callada a la publicidad
y la calidad a la cantidad. Viéndolo
y escuchándolo uno comprendía
que este rabí secular, este narrador
sabático, cumplía mediante su
obra, su casa y su vida el mandamiento que
resume la esencia de la ética judeo-jasídica:
hacer del propio accionar la mayor creación;
hacer de uno mismo la obra maestra.