Samuel
Rollansky
Palabras en su homenaje en la Feria del Libro
11 abr. 1995
Nos sorprende mucho cuando nos
dicen los científicos
que nuestro cuerpo, en apariencia tan sólido,
está constituído en más
de un 80% por agua. No menos sorprendente es
tomar consciencia que el 100% de nuestro pensamiento
está constituído de palabras. “Lo
que no está en la palabra no existe
en el mundo” decía Juan Magariños
de Morentín. Y es cierto: las palabras
curan, las palabras enferman, las palabras
alimentan o matan. Eso tan insustancial que
es una palabra, eso que consiste apenas en
una convención entre la gente, nos permite
darle forma inteligible a nuestra realidad
y a nuestros sueños, y nos permite dialogar
incluso con personas que vivieron hace dos,
tres o cuatro mil años; nos permite
leerlas y hasta darnos cuenta que, en esencia,
sus angustias eran las mismas que las nuestras.
Todo esto viene a cuento recordando a Shmuel
Rollansky, un hombre por cuyas venas corrían
palabras.
Hace unas semanas lo perdimos, perdimos al
Shmuel Rollansky persona, pero lo sobrevive
no sólo una vasta obra; lo sobrevive
el Shmuel Rollansky personaje, el Shmuel Rollansky
leyenda. Y aquí estamos nosotros, quienes
tuvimos todavía el privilegio de conocerlo.
Yo
doy fe que tuve con él encuentros
conmovedores y encontronazos terribles. Era
la delicadeza y la ferocidad. Estaba dotado
de la bendición de una memoria prodigiosa
y de una incómoda incapacidad para olvidar.
Y era sobre todo un maestro, un maestro generoso
y exigente, de esos que dejan una impronta
de por vida sobre sus alumnos. Era un hombre
de una profunda elegancia, de una encantadora
finura intelectual, y también un apasionado
polemista, frontal, directo, brillante; comprometido
hasta la médula con sus convicciones,
defendiendo las cuales no le asustaba ganarse
enemigos.
Con él desaparece toda una época
de la cultura judía argentina, y no
sólo por lo que él mismo representaba.
También por su calidad de testigo comprometido
e inteligente de los últimos sesenta,
setenta años de vida judía en
este país. Existe un cuento de Borges
acerca de alguien que merced a una extraña
transacción adquiere la memoria de Shakespeare. ¡Si
pudiésemos recuperar los recuerdos,
las vivencias, que murieron con Rollansky!
Tan huérfanos de memoria como somos,
su memoria va a faltarnos, nos falta ya.
* * *
Las facetas de la riquísima obra que
nos deja son muchas, pero yo quiero detenerme
sólo en un par de ellas, con las que
tengo una afinidad particular: las del Shmuel
Rollansky editor y la del antólogo.
En una época en que los cuadros se compran
en las ferreterías y los libros en los
supermercados, no está demás
recordar que hubo —y hay todavía— quienes construyen y editan libros, no para
la vida efímera del best-seller, no
para la transacción rápida y
lucrativa, sino como parte de una meditada
tarea educativa de largo alcance.
En
este sentido el centenar de tomos de los Musterverk,
de las Obras maestras
de la literatura ídish,
que Rollansky compuso y editó empecinadamente
a durante más de un cuarto de siglo,
constituye un legado que tal vez no alcancemos
a valorar todavía en toda su envergadura.
Obra magna, muy difícil en cualquier
medio, era inconcebible en uno como el nuestro,
y sólo pudo ser emprendida, piloteada
y concluída por alguien con su empecinada,
generosa e inflexible voluntad, con su formidable
energía creativa, y con su implacable
capacidad para exigir a fondo a los demás
y a sí mismo.
Alberto Zlotopioro, el Chino —cuya imprenta
fue la que imprimió los cien tomos,
habiendo estado él mismo a cargo de
la impresión de los últimos 54— Alberto,
les decía, me contaba acerca
de la antelación con que Rollansky planificaba
los cuatro títulos de los Musterverk que sacaría cada año; le adjudicaba
mucho tiempo antes una fecha a la aparición
de cada uno y la cumplía a rajatabla.
De la misma manera, me decía Chino,
discutía muchísimo los presupuestos,
pero una vez convenidos cumplía escrupulosamente
con los pagos y en las fechas pactadas. Y no
era menos escrupuloso en cuanto a la forma
de escribir en ídish cada palabra. Toda
expresión que pudiese presentar una
dificultad, llevaba una aclaración a
pie de página, y para ganar claridad
no sólo hacía imprimir la alef
con kamatz o pataj para diferenciar entre O
y A, o imprimir una rayita sobre la fei para
diferenciarla de la pei, sino que también
insistía que se imprimiese el punto
a la izquierda en la letra sin para diferenciarla
de la shin, como en sreife, incendio; y, algo
menos común todavía, hacía
imprimir una rayita sobre la letra bet cuando
correspondía pronunciarla como V labiodental
(v corta) caso rov (rabino) y diferenciarla
así de la más común B
labial o B larga, como en buj, libro. Para
conformarlo Zlotopioro tuvo que hacer fabricar
especialmente esas letras hebreas provistas
de rayas y puntos, tal como sólo se
usan en diccionarios especializados y en los
Musterverk de Rollansky. Lo cuento como un
botón de muestra apenas de la puntillosidad
de un editor despegado de la inmediatez.
Y no me detengo a analizar ahora la dignidad
y solvencia con que, siendo un intelectual,
supo dirigir económicamente un proyecto
de esta envergadura, editando con puntualidad
100 tomos, a razón de cuatro por
año, desde fines de los 50 y hasta mediados
de los 80, con los vaivenes de la economía
argentina, a lo largo de todo un cuarto de
siglo, lo que no es poco decir.
Pero lo que quiero es detenerme
un momento en otro aspecto de su tarea en esos
Musterverk. Si editarlos debe de haber sido
difícil,
mucho más
debe de haber sido armar cada tomo. Créanme,
lo sé por experiencia,
armar antologías no es una tarea saludable.
Alguna vez mencioné la
del traductor como una de las profesiones más
peligrosas a que puede someterse un hombre,
pero la del antólogo no es menos arriesgada.
Siempre existe alguno que cree que lo hubiese
hecho mejor, y nunca falta aquel que le echa
en cara a uno por qué incluyó esto
y no aquello, a éste
y no a aquel. Ni que hablar de los autores
a los que el antólogo omitió por
honestidad intelectual —aunque personalmente
le caigan simpáticos—
y cuyo odio eterno uno se gana. Por no mencionar
las amarguras cuando uno descubre que, efectivamente
omitió sin quererlo a alguien a quien
debió haber
incluído. Y no hay disculpas que valgan
ni ante el otro ni ante uno mismo. Y en el
caso de Rollansky multipliquen todo esto por
cien, que es la cantidad de antologías
que compuso.
* * *
En diciembre de 1947, en el
curso de una conferencia del IWO de NY, el
escritor Meilej Ravich formuló una
extraña propuesta. Dijo que tal como
en la Biblia hebrea libros compuestos a lo
largo de toda una época fueron canonizados
para que siguieran vigentes y no se perdiesen,
después de la Shoá habría
que canonizar una segunda Biblia, para que
la sabiduría, la belleza y la espiritualidad
de la judería de Europa Oriental sobreviva
al fuego y a las ruinas.
A mi se me ocurre que si alguna vez se retoma
la idea de Ravich, los cien tomos reunidos
amorosamente por Shmuel Rollansky van a constituir
la base de ese segunto Tanaj.
Y
tal vez algún día un nieto
o un bisnieto nuestro rece en ídish
una página de Peretz o recite como plegaria
un poema de Sútzkever desde las páginas
de los Musterverk de Rollansky. Alevai. Amén.