Evocación de Abraham
Platkin
Había gente que no comprendía su
perseverante amistad con un apikoires como
el que les habla, y mucho menos, que encarara
conmigo una versión española
del Pirké Avot. Pero
nuestra entrañable
amistad se alimentaba, se enriquecía,
precisamente, de nuestras diferencias, sostenidas
por un enorme respeto mutuo. Mirando
retrospectivamente, casi no hay libro mío
que yo haya puesto en imprenta sin habérselo
hecho leer previamente a Abraham. Mi
primerísima obra, que vió la
luz allá por 1968, hace ya casi
30 años, fue una antología
bilingüe de Iankev Glatstein, y en su
prólogo yo ya dejaba constancia de mi
deuda de gratitud con Abraham Platkin quien
—digo entonces— contribuyó con
sus críticas y sugerencias, a mitigar
la distancia entre el original y mi versión
española de esos poemas.
Mucho después, a punto
de editar mi versión
del Cantar de los cantares, le pedí sus
observaciones y críticas a Platkin y
a Yagupsky. Estos días encontré mi
borrador del Cantar con las observaciones de
Abraham. Mirándolo resulta
claro que fue leído puntillosamente,
con dedicación de sabio y
amigo. Con tinta verde y letra serena,
dibujada, de maestro, aparecen linea a linea
sus sugerencias, aplausos y discrepancias,
cada una con su argumento y, donde cabe, mención
exacta de la fuente que respalda su postura. También
para la Antología de humor judío le
pedí su consejo, y él
me alcanzó varias páginas —las
conservo todavía— con citas
bíblicas y talmúdicas repletas
de humor e ironía, muchas
de las cuales incluí en mi libro.
También pasaron por las manos
de Platkin, previa a su publicación, los
originales del estudio preliminar y notas de
Entre gauchos y judíos, mi
antología
de la obra de Alberto Gerchunoff. Vuelvo
a revisar esos originales y observo sus observaciones —algo
más de una treintena— de
las que no me sorprenden, por supuesto, su
sabiduría y precisión; pero
me llama la atención la delicadeza con
que expresa sus discrepancias.
Trabajar con Platkin en nuestra
versión del Pirké Avot fue para mí toda una experiencia. Allí, en la intimidad de la mesa
de trabajo pude disfrutar a manos llenas del despliegue malabar de su erudición;
sin embargo y precisamente, tengo que confesarles que no fue tarea fácil
trabajar con él. Sabía demasiado y sobre cada término y
acerca de cada mishná se le ocurrían decenas de interpretaciones
y comentarios, sin contar etimologías, anécdotas y asociaciones
de ideas.
Y uno, que también
tiene la costumbre de volar, era el que tenía que traerlo de vuelta a
la prosaica necesidad de acotar la tarea y terminarla alguna vez. Desde
ya que a él tampoco debió de resultarle sencillito trabajar conmigo,
alguien más apegado a la interpretación literaria y al hallazgo
poético, al ritmo y a la melodía del texto que a la fidelidad a
las fuentes y a las interpretaciones de los sabios. Entonces forcejeábamos
semanas enteras con una mishná hasta ponernos de acuerdo, acuerdo que
de todos modos no siempre era definitivo. Pero quién puede negar que
disfrutábamos con esos forcejeos, y que fue un duelo el dar por terminada
nuestra versión del Pirké.
¿A quién voy a
plantearle ahora mis dudas idiomáticas? ¿Con
quién voy a discutir ahora el sentido
exacto de una palabra y la manera más
melodiosa de traducirla? ¿Existe
acaso alguien que, a una pregunta, vaya a responder
como Abraham apasionándose más
que uno por encontrarle sus cuatro niveles
de lectura a una idea, a un texto, a un versículo,
a una mishná, a una palabra, a una letra? ¿Con
quién voy a intercambiar libros como
lo hacía con él, con tanta complicidad,
con tanta alegría, a veces a escondidas
de nuestras mujeres, que veían espantadas
como los libros iban invadiendo nuestras casas
hasta sus últimos rincones? Cómo
van a faltarme —cómo me faltan— esas
largas charlas de café, de biblioteca,
familiares... Qué orgulloso se
mostraba de Ariana, de Alejandro, de Laura,
de sus hijos, de sus nietos...
Pocos
días después
de la muerte de Abraham vi Midadayo,
el film con el que Kurosawa homenajea de modo
sencillo y conmovedor a un viejo maestro, y
me resultó imposible
dejar de imaginarme a Platkin en la piel de
ese sabio maestro japonés homenajeado
por sus alumnos cada vez que cumplía
años. Y yo me repetía ese
enfático, Midadayo, Midadayo,
con que el maestro rechazaba año a año
a la muerte: aún no, aún
no. Es
demasiado temprano aún. Fue demasiado
temprano. Querido Maestro, dulce amigo.