César
Tiempo, poeta bendito
Estudio introductorio a Buenos
Aires esquina Sábado, antología
de César Tiempo, compuesta y anotada
por Eliahu Toker, editada por Archivo General
de la Nación
en Buenos Aires, 1997.
Era inmenso, con esa sencillez
y naturalidad que tienen las inmensidades. Cualquiera
fuese el rostro que tomara su talento —centenares
de poemas, seis, siete volúmenes de
reportajes reales o imaginarios, una decena
de obras teatrales, medio centenar de guiones
cinematográficos, un millar de notas
dispersas por los diarios del mundo— cualquiera
fuese el rostro que asumiera su palabra, todo
estaba impregnado por el enorme poeta
que era, poeta luminoso, enamorado, bendecido
de humor y sabiduría. A quienes lo conocimos
de cerca, sin embargo, los volúmenes
que reúnen su obra —textos hondos,
conmovedores, de vuelo más que suficiente
para asegurarle la inmortalidad a cualquiera—
nos parecen apenas el producto menor del César
Tiempo persona y personaje, de ese que se desplegaba
en la conversación íntima, caudalosa,
chispeante.
Con su sonrisa abierta e inteligente
y esa mirada suya entre irónica y divertida
detrás de los gruesos anteojos, lo estoy
viendo todavía en su cuarto de trabajo,
allá en la calle Tinogasta donde vivía,
un tercer piso sin ascensor de un monoblock
rodeado de jardines. Allí estaba, en
esa espaciosa sala, de unos cinco por diez
metros, rodeado de libros que cubrían
las cuatro paredes de piso a techo —un techo
de los viejos, a tres metros de altura—, con
libros y papeles ocupando también una
gran mesa plantada en un extremo de la habitación,
y libros cubriendo las sillas, los sillones,
incluso su escritorio, dejando lugar apenas
para su viejo “pianito de escribir”.
Sólo se abrían paso entre los
libros las dos grandes ventanas que daban al
jardín y el trozo de muro, frente al
escritorio, donde colgaba ese gran retrato, César
Tiempo en el barrio judío, pintado
por Manuel Eichelbaum allá por el año ‘30. Yo
era un aprendiz de poeta que venía a
traerle al maestro sus primeros versos. Quitó los
libros del sillón para que me sentara,
me sonrió, leyó mis papeles,
me palmeó la espalda y me hizo dejarle
uno de los poemas, que vio la luz una semana
más tarde en su página sabática
de Amanecer, el entonces recién
aparecido “primer diario judío
en lengua española”.
A partir de entonces volví muchas
veces a esa casa, al principio para traerle
mis textos, pero muy pronto fueron apenas la
excusa para visitar a César Tiempo y
conversar con él, es decir, escucharlo.
Era un espectáculo fascinante, inolvidable:
con voz gruesa, modulada y caudalosa, juzgaba
sumariamente a todos los integrantes del mundo
literario, tenía decenas de anécdotas
sobre cada uno y a cada uno le descubría,
de paso, un origen judío. Disparaba
sus bromas, sus juegos de palabras y se quedaba
esperando, con mirada divertida, su efecto.
Y cuando uno soltaba la carcajada, se le iluminaba
ese singular rostro suyo, “de rasgos
amontonados” según Baldomero
Fernández Moreno (“rastrillado
atrás el pelo / grueso el labio / fino
el verso”)[1]— y toda la cara
le sonreía, con una picardía
desprovista de maldad.
Desde esos primeros encuentros
con César Tiempo pasaron cuarenta años,
y hace ya más de quince que no está entre
nosotros. ¿Cómo condensarlo en
un libro? ¿Cómo compartirlo con
quienes no tuvieron la dicha de conocerlo personalmente?
A sabiendas que se trata de una tarea imposible,
estas páginas intentan ofrecer una aproximación
a su obra mediante una selección de
sus poemas y textos en prosa, brindando asimismo
un conjunto de testimonios e imágenes
que permitan vislumbrar al menos, cómo
era el hombre César Tiempo. Toda
antología es subjetiva y limitada y ésta
no constituye una excepción. Pero se
trata de una primera aproximación, sin
pretensiones eruditas, a una parte del riquísimo
acervo literario y periodístico de un
singular poeta, que vivió y cantó con
espíritu sabático a la ciudad
de Buenos Aires.
El rostro y las máscaras
¡Yo nací en
Dniepropetrovsk!
No me importan los
desaires
con
que me trata la suerte.
¡Argentino
hasta la muerte!
Yo
nací en Dniepropetrovsk. [2] |
Con esta estrofa, que parafrasea
unos famosos versos de Carlos Guido y Spano,
condensa el humor de César Tiempo el
comienzo de su biografía. Efectivamente
fue en esa ciudad
de Ucrania donde vio la luz el 3 de marzo de
1906 Israel Zeitlin, hijo de la luna de miel
de Gregorio Zeitlin (“San
Gregorio Zeitlin, a quien la presencia de Dios
golpeaba la cara como una lluvia” [2])
y de Rebeca Porter, única mujer entre
seis hermanos, dueños luego de una imprenta
porteña que pondría en letras
de molde las primicias de toda una generación
de autores argentinos. Unos pocos meses después
de ese nacimiento, largamente hastiados de
las discriminaciones y los pogroms zaristas,
los Zeitlin dejan Ucrania y se embarcan hacia
los Estados Unidos. Pero la falta de unos papeles
escamoteados por el destino, los desvían
a Buenos Aires, donde desembarcan el 12 de
diciembre de ese mismo año.
Bendecido con una infancia y
adolescencia de barrio (“Villa Crespo
y San Cristóbal se reparten mi existencia”)
el joven Israel Zeitlin no sólo es
un lector curioso y ávido que devora
absolutamente todo lo que encuentra en las
bibliotecas públicas;
por añadidura, dueño de una memoria
prodigiosa, retiene todo lo leído. También
devora todo lo que cae en sus manos en la librería-imprenta
de sus tíos, los Porter, donde suele
trabajar y donde conoce, fascinado, a toda
la bohemia literaria de entonces. Siendo
muy joven —quince, dieciseis años—
comienza a escribir:
Mandaba cuentos
y versos a periódicos de barrio con
veinte mil seudónimos, pero nunca
más
los vi. (...) En esa época yo usaba
muchos seudónimos porque no tomaba
en serio a la literatura y no esperaba nada
de ella. Como me llamo Zeitlin —zeit quiere decir tiempo en alemán y lin es del verbo cesar— decidí llamarme
César Tiempo [3]. Eso fue en el año
1926. Yo publicaba desde los veinte años
en La Nación poemas
de temas judaicos, una cosa bastante novedosa
aquí, así que a esa edad empecé a
firmar como César Tiempo. [4]
La irrupción
de César Tiempo en la literatura argentina
sucede ese mismo 1926 [5], con una antológica “broma” literaria:
sus Versos de una... publicados
bajo la máscara de una tal Clara Beter.
Me
entrego a todos, mas no soy de nadie;
Para
ganarme el pan vendo mi cuerpo.
¿Qué he
de vender para guardar intactos
mi
corazón, mis penas y mis sueños?
Son los versos de una prostituta-poeta
judía
rusa. “Para darle más verosimilitud
a mis Versos de una... , conté la
infancia de una mujer que era amiga de Tatiana
Pavlova, de la que la separó la vida:
Tatiana se fue a Roma a hacer teatro y Clara
se vino a Buenos Aires, y después a
Rosario, a hacer la calle.
“¿Te
acordarás de Kátiuchka, tu
amiga de la infancia, / esa rubia pecosa,
nieta del molinero, / la
del número 8 de Poltávaia Úlitcha
/ con quien ibas al Dnieper a correr sobre
el hielo?”.
“Este libro involucró a
toda la generación de
Boedo porque era la única poetisa de
la barra. En realidad, la
poetisa era yo. Cuando se descubrió el
asunto Elías Castelnuovo
escribió un brulote. Decía que
podía perdonar la patraña
en homenaje al ingenio pirandeliano puesto
en la cosa, pero no podía
dejar de lamentar que la tal prostituta hubiese
resultado un prostituto”. No
resulta difícil imaginar la desilusión
de esos escritores, cuyos maestros eran Dostoiewsky,
Gorki (“que no se jactaban de escribir
para el pueblo, que eran pueblo”) cuando
se les hizo humo la ilusión
de redimir a esa colega, sumida por la miseria
en tan triste oficio.
Acerca
de esa conmovedora superchería
literaria se escribieron muchas páginas
mientras duró “el engaño”,
y muchas más cuando se descubrió.
El mismo César Tiempo, amén de
decenas de notas, dedicó al episodio
una obra teatral (Clara
Beter vive, titulada luego Quiero
vivir). Pero más allá de
lo que hayan tenido de travesura, esos 47 textos
atribuídos a la prostituta judía
Clara Beter respiraban, respiran, tal autenticidad,
que no debe asombrar el que les creyese toda
la familia literaria de entonces. En su introducción
a esos Versos de una... decía
Elías Castelnuovo bajo el seudónimo
de Ronald Chaves: “Rezuman demasiada
verdad los versos para atribuirlos
a una imaginación desgobernada. Clara
Beter existe.” Y era cierto.
A lo largo de esos versos César Tiempo
no sólo urde la biografía de
Clara Beter sobre la trama de su propia biografía
[6], se encarna en ella. No juega a ser
Clara Beter, es Clara Beter [7].
En una suerte de juego de espejos, Versos
de una... es una obra atribuida
por una máscara a otra máscara:
por César Tiempo, seudónimo
de Israel Zeitlin, a Clara Beter, heterónima
de César Tiempo. Pero como diría
años más tarde el mismo Tiempo
acerca de la actriz Jordana Fain:
... Sepan
los que no la conocieron / que Jordana es
una artista / es decir un ser que miente
diciendo siempre la verdad. / La verdad
de un artista está en la mentira de
su máscara
/ que renueva noche a noche. / Y una
máscara es como el sueño de
la vida. / (...)
/ Una máscara es más sincera
que un rostro. / Más poderosa que
un rostro. / Más perdurable
que un rostro.” [8]
Los
rostros de los demás
La segunda obra publicada por César Tiempo
—ya bajo este seudónimo que adopta
definitivamente como nombre suyo—
es la Exposición de la
actual poesía argentina (1922-1927),
panorama de la “generación del
22” [9], que organiza en conjunto
con el poeta Pedro Juan Vignale. Cuando
esta exposición aparece,
año 1927, tanto sus organizadores
como buena parte de sus expositores apenas
rondan los veinte años; a pesar
de eso, la atenta sensibilidad de Tiempo
y Vignale los lleva a incluir ya entonces,
(sin discriminar entre “Boedo” y “Florida”)
a la mayor parte de los que serían
luego los nombres centrales de la poesía
de esa generación, desde Oliverio
Girondo, Jorge Luis Borges, Jacobo
Fijman, Leopoldo Marechal, Norah Lange o
Francisco Luis Bernardez, hasta José Pedroni,
Nicolás Olivari, Raúl
Gonzalez Tuñón, Luis Franco,
Conrado Nalé Roxlo o el poeta
lunfardo Carlos de la Púa. Pese a
algunas protestas proletarias, Clara Beter
no está incluída [10] y de
sí mismo
César Tiempo
sólo publica una reseña biográfica
que concluye invitando al lector a volver
la hoja para disfrutar del texto que “tras
una escrupulosa y ardua selección
(...) representa para mí, por su
desgarradora elocuencia y su uniforme entonación
sentimental, lo mejor de mi obra”. ¿Hace
falta decir que al volver la hoja uno se
encuentra con una página en blanco? (En
esa nota autobiográfica,
al pasar, se confiesa Tiempo coautor de otra
broma literaria: “Aristóbulo
Echegaray y yo somos culpables de los ‘Poemas
lácteos’ que
en 1924 blanquearon una página de
Martín
Fierro” [11]).
Tanto esta generosa Exposición
de la actual poesía argentina como
los Versos de una... , fueron
obras pioneras en la tarea de observar alrededor
y revalorizar la propia calle y el propio
medio, frente a “ese tortícolis
a que se habían condendo los escritores
argentinos de tanto mirar a Europa” [12].
Sábado Pleno
Celebra
el día
con alegres manos /
como si bendijeras
lo que tocas: /
Hoy
habla Dios por nuestras pobres bocas
/
y en la fiesta común somos hermanos.
//
Mi
corazón no tiene otro presente
/
para el sábado que estas aleluyas
/
de
pecho ardido. Tómalas, son tuyas.
/
Vamos a izarlas silenciosamente. [13] |
Estos versos sencillos, íntimos,
generosos, abren el Libro para la pausa
del sábado, primer poemario
de César Tiempo [14]. Al grabarlos
en una placa —que acompaña estas páginas—
Tiempo los presentó diciendo: “He
aquí los versos que me inspiraron
las gentes de mi pueblo, las cosas de mi
pueblo, las alegrías y tristezas de
mi pueblo, el pueblo de mi pueblo”.
A este le siguieron tres libros de poemas
más.
César Tiempo es en esencia, sin embargo,
el autor de un único poemario que fue
creciendo y enriqueciéndose a lo largo
de los años. Un único poemario,
no sólo porque en cada nuevo libro de
poemas suyo incluyó los textos de los
anteriores, sino que los títulos de
sus sucesivas entregas y la atmósfera
que respiran sus páginas dan señales
de esa unidad. Más allá de
aquellos Versos de una... —que
también podrían considerarse
de la familia— sus poemarios refieren a un
leit motiv común: la metáfora
del sábado. En 1930 aparece ese Libro
para la pausa del sábado, al
que siguen Sabatión argentino (1933), Sábadomingo (1938)
y Sábado pleno (1955).
Sábado
nuestro, ruta del festivo reposo, / candelabros
de llamas densas como mis días / custodian
tu abandono de ventanas sombrías
/ como a un niño en la
noche, solitario y medroso.
El sábado es la metáfora espiritual
de la judería porteña, a la que
pinta con los tonos grises y silenciosos de
un cuadro de Rembrandt, claroscuro que de pronto
se colorea con la irrupción de algunas
muchachas o de un sol que parece visitar muy
de vez en cuando el ghetto:
Sábado nuestro, el viento
rubio del mediodía / hoy enciende
tus cúpulas, esplende en tus rincones
/ y flamea ferviente sobre las oraciones
/ que vibran en el ámbito gris de
la judería. //
Viento rubio que mece
los dorados racimos / de muchachas que alegran
la sabática tarde / cuando el sol
se recoge y en tus lámparas
arde / esa pálida lumbre del amor
que perdimos.
Pero cuando comienza la semana “bullen
las calles de la judería. / Banderas
de humo los tejados izan, cunden las horas
y la baraúnda / mientras tus vanos
sueños aterrizan / entre la grey aurívora
que inunda / feria y zaguanes con su mercancía
/ pregonada con frase gemebunda”. El
destino del poeta es un legendario café de
la bohemia del ghetto, ese “bar
de bares”, el “Bar Internacional”,
ubicado entonces “en la curva sonora
de Pasteur y Corrientes”, al que
se llegaba en “una caravana de
Lacrozes” y por el que desfilaban los
personajes de la calle judía, chamarileros,
actores, y los inmortales de la judería
porteña: Samuel Eichelbaum (”camarada
filoso como un sable”) o Alberto
Gerchunoff, cuya entrada merecía esta
descripción de Tiempo:
Al filo de la madrugada /
como a un cabildo abierto / penetra don Alberto
/ Gerchunoff, el maestro de la prosa labrada.
/ Obeso como un diccionario / y sabio
en menesteres de cocina / su abacial figura
domina / aquel estrecho escenario / para
sus dotes caudalosas / dignas de un gran
rabino o de un señor de la iglesia:
/ maneja como un fino bisturí la parresia
/ y habla con esa música capital de
sus prosas, / un poco orquesta a viento y
un poco contrabajo, / triunfa en las partituras
que maneja a placer / como el menú que
ordena en su propio agasajo.
“Si algún mérito
me cabe” —dice en alguna
parte César Tiempo— “es haber
descubierto con Carlos Grunberg a las gentes judías
y su ámbito en nuestro país,
y que sin dejar el ghetto tras
nuestro —un ghetto metafísico,
entiéndase bien—, lo llevamos con
nosotros, sin desfallecimientos ni concesiones,
hacia los anchos horizontes, hacia
las colinas azules, hacia la vida hervorosa,
que está de espaldas a los muros
y a las miserias que pugnaban por aprisionarlo.
(...) Con el andar de los años
—no muchos— descubrí a las gentes
de mi pueblo y a sus calles, que conozco
tan bien como las calles que conducen
a mi corazón. Quien
se haya arriesgado por las páginas
de mis libros sabáticos comprobará hasta
dónde mi fortuna me permitió descubrir
para la lírica
nacional ese mundo laborioso y siempre esperanzado
que alguien llamó fermento
de la humanidad”. [15]
La mención que César
Tiempo hace de Grunberg no es gratuita. Aunque
el tono de su poesía sea totalmente
distinto
—versos a menudo amargos, tocados de una agria
ironía—Carlos Grunberg [16] es ciertamente
el otro gran referente poético de la
judería porteña de los dramáticos
años ‘30, ‘40. Apenas tres
años mayor que Tiempo, tiene en común
con él, la exaltación de la confluencia
entre su judaicidad y su argentinidad, orgulloso
de ambas y no dispuesto a sacrificar ninguna
en beneficio de la otra. Alberto Gerchunoff,
veinte años mayor, es el tercer pié de
ese trípode literario judeoargentino.
En un hermoso soneto que dedica a Gerchunoff
bajo el impacto de su repentina muerte, Grunberg
lo pinta como arquetipo de esa asumida doble
pertenencia, resumiéndola en una imagen:
... Te vas y
por eterna sobreveste / nos dejas el taled
blanquiceleste / que usabas como poncho
calamaco. [17]
Tiempo expresó ese deseo
de síntesis
combinando su sábado judío con
el domingo cristiano en el Sabadomingo que
tituló su tercer poemario, tal como
ya lo había hecho antes reuniendo en
el mismísimo nombre de su primogénito, Enrique
Martín, a su admirado Enrique
Heine con Martín Fierro. Sábado
y domingo siguen siendo dos entidades diferentes
y complementarias, cuya reunión expresa
el deseo integracionista de Tiempo, tal como
lo señala Leonardo Senkman en un agudo
análisis de su obra [18].
Uno de los momentos más
altos y significativos de la palabra poética
de César
Tiempo es su “Arenga en la muerte
de Jaim Najman Biálik”. Esa
muerte del poeta mayor del renacimiento hebreo
sobreviene en 1934 y en Viena, es decir precisamente
en el lugar y en el momento en que el nazismo
comienza a mostrar su siniestro rostro asesinando
a Dollfus, el canciller austríaco antinazi.
Allí y entonces muere Biálik,
aquel que respondió a los sanguinarios
pogroms de Kishinev de 1903 maldiciendo con
voz destemplada tanto a los asesinos como a
los judíos que no les supieron oponer
resistencia [19]. Tiempo se identifica
con Bialik. “¡Cuidado con los
poetas / cuyos puños golpean sobre las
mesas de los verdugos!” dice dirigiéndose,
sin duda, también a los nazis locales.
Y a la judería porteña, a la
que reprocha su indiferencia pequeñoburguesa, “Tengo
un corazón violento / y una voz áspera.
// Cruzo las calles de la judería /
con mi rencor y mi dolor a cuestas. // Hermanos
de Buenos Aires: / nuestro más alto
poeta ha muerto”. Y se burla
de ellos amargamente:
Señores
burgueses que infringís todos los
mandamientos / y estais sobre vuestros libros
de tapas negras / pasándoles la mano
por el lomo a las cifras / para que se
alarguen como gatos, / os he visto en los
templos resplandecientes / (...) / queriendo
sobornar a Dios / que os conoce mejor que
vuestros empleados. // Jaim Najman Biálik
ha muerto. // Hoy en “El internacional” hay
pescado relleno / y un buen stock de doctores
para vuestras pobres hijas lánguidas.
// ¿Quién
se acuerda de las masacres de Ucrania,
/ de la tempestad delirante de los pogroms,
/ cuando los juliganes violaban a vuestras
madres / y estabais en los sótanos
temblorosos e inútiles / como la
luz que lame los espejos? //(...)// Gorki
dijo que con Bialik el pueblo judío
había dado un nuevo
Homero al mundo. / ¿El Banco Israelita
le daría un crédito
a su sola firma? //(...)// Jaim Najman
Biálik ha muerto. // —Mamá ¿me
lavo la cabeza con querosén y me
pongo el vestido de raso celeste para ir
a la Biblioteca? —Bueno, querida, a ver
si consigues un novio como la gente, que
ya es tiempo. // Jaim Najman Biálik
ha muerto. // En la puerta de la Cocina
Popular nuestros hermanos, los que no se
atreven a morirse de hambre, esperan su
ración. // Jaim Najman Biálik
ha muerto. // Nuestras piernas se arrastran
en las más profundas ciénagas
de la noche y sobre nuestras cabezas brilla
una luz pura. // En Tel Aviv hubo un poeta.
// ¿Y ahora?
El pluralismo como
tarea
Yo
no le pido a mi tierra distinciones,
honores ni pensiones. Ya me considero
ampliamente recompensado por el aire
que respiro. Simplemente quisiera que
no lo corrompan.
(Frase
de Montesquieu citada por César Tiempo para explicar
qué significan para él Buenos Aires y la Argentina). [20] |
Después de la euforia
del centenario, a la que Gerchunoff ofrendó la
exaltación
de Los gauchos judíos sobrevinieron,
en el viejo mundo la Primera Guerra Mundial
y la Revolución Rusa, y en la Argentina,
la Semana Trágica de enero de 1919 que
desató un pogrom por las calles de la
judería porteña. Esta es la época
en la que inicia su actividad literaria César
Tiempo, actividad signada por su lirismo y
su humor, por su compromiso con las ideologías
populares y sus dotes de conciliador. Pero
en los siniestros años ‘30, cuando
el nazismo, que comienza a tejer su mortífera
telaraña europea, encuentra seguidores
en la Argentina, Tiempo también da prueba
de su capacidad de indignación.
La campaña antisemita
y el director de la Biblioteca Nacional es
un opúsculo que en 1935 dedica a cierto
autor de indigestos novelones llamado Hugo
Wast [21], nombrado director de la
Biblioteca Nacional pese a sus reiteradas
expresiones furibundamente antisemitas. Relata
Tiempo:
Consecuente
con el desinterés
que anima toda su producción (...)
centró su fusible novelón en
un tema, actualizado por la barbarie hitlerista,
que estimulase la venta entre los núcleos
de gente afectada por el libelo y buscando
que su ardua circulación fuese
lubrificada por aquellos cuya política
antijudía y anticristiana encuentra
entre nosotros un fácil y estentóreo
vocero. Y he aquí que a las pocas
semanas de publicarse el brulote (barco cargado
de materias inflamables que se dirige sobre
otros buques para incendiarlos consumiéndose
a sí mismo), (...) el ministro del
país que tiene asqueado al orbe civilizado
con su política sádica y sus
odios cavernarios, ofrecía una recepción
en su casa al oportunísimo pendolista.
El
señor director quiere salvar al mundo.
Y entonces, desoyendo la subcutánea
admiración que profesa al pueblo elegido,
aconseja soluciones heroicamente generosas.
El pueblo israelita es, para él, un
pueblo sin remedio. El pueblo de la dura
cerviz. Ni la dispersión, ni la asimilación,
ni la conversión podrá doblegarlo. ¿Qué remedio
propone entonces el evangélico director
de la Biblioteca Nacional? Uno, muy sencillo
y muy práctico: el exterminio. Así,
lisa y llanamente: el exterminio, la matanza,
el degüello. “Y esta es la razón”,
dice textualmente en la página 34,
“de que en todos los pueblos, el grito
de MUERA EL JUDÍO haya sido casi siempre
sinónimo de VIVA LA PATRIA”. [22]
No hay que olvidar que todo esto
fue en 1935, el mismo año de las siniestras Leyes
de Nüremberg y en vísperas del
baño de sangre en que el nazismo sumiría
al mundo apenas cuatro años más
tarde. Vale la pena acotar que pese a las denuncias
de Tiempo y de otras personalidades de esa época
y de las que la siguieron, Hugo Wast no sólo
no fue echado de su puesto sino que hasta el
día de hoy existe en la Biblioteca Nacional
una sala que ostenta la mancha de su nombre...
Muchas páginas de la obra en prosa
y teatral de César Tiempo, están
dedicadas a reivindicar el pluralismo. Refutando
la afirmación de cierto “grafómano
con agua en las venas y en la cabeza, doctorado
en la Universidad de la maledicencia y dopado
de resentimiento” que tildó a
Gardel de meteco, dice Tiempo:
En lo que hace
a su condición
de meteco, que es el nombre con que
se designaba a los extranjeros en Atenas,
la alusión peyorativa puede convertirse
en elogio si tenemos en cuenta que el chiquilín
a quien su madre engañada por un truhán
trajo desde la antigua capital del Languedoc,
asimiló rápidamente nuestra
habla y nuestro tono y le dio punto y raya
a todos los cantores habidos y habientes,
nacidos en nuestro medio. No todo el mundo
tiene la suerte de nacer donde quieren los
que lo critican. Recuèrdese que Cornelio
Saavedra, el primer Presidente de la Junta
de Mayo, de cuyas ideas podrá disentirse
pero cuyo patriotismo nadie puede poner en
duda, nació en Potosí, vale
decir que sería paisano del gran Eduardo
Wilde, que nació en Tupiza —hoy
serían bolivianos los dos— e
hicieron por nuestra patria más que
muchos argentinos fachendosos y protuberantes,
encaramados a la posteridad. Ya dije más
de una vez reaccionando contra el estúpido
anatema, que en un país de aluvión
como el nuestro no existen más extranjeros
que los que vienen a llenarse las talegas
y se van para no volver, pero puedo citarles
centenares de millares asimilados con su
obra, su esfuerzo y su talento al país
de adopción y nombro entre ellos a
dos personalidades hechas pueblo: el catalán
Blas Parera, autor de la música del
himno nacional argentino, y el uruguayo Gerardo
Helvecio Mattos Rodriguez, autor de “La
cumparsita”, el himno nacional rioplatense.
Yo me siento orgulloso de reconocerlos argentinos.
Por otra parte nacer argentino, como nacer
francés, italiano, ruso, yugoeslavo,
español o guatemalteco es un acontecimiento
del que no participa la voluntad y no confiere
al beneficiario otras prerrogativas que las
que podrá obtener oportunamente con
su talento si lo tiene, y con su obra si
la realiza. Nacer argentino es un honor,
efectivamente, pero ser argentino, es tener
conciencia de que el individuo es indivisible
de la dignidad del país. Porque uno
es el acto de nacer, que pertenece a la fisiología,
y otro el de ser, que pertenece al espíritu
y a la razón. Uno el acto de crecer
por fuera, como una casa de departamentos,
y otro el de crecer por dentro metafísiscamente.
Uno ser y otro llegar a ser. Joseph Kessel,
nacido en una chacra entrerriana de Villaguay,
en la provincia de Entre Ríos, y hoy
miembro de la Academia de Francia, es francés
por donde lo busquen. Carlos Gardel, nacido
en Toulouse, es más argentino que
la gauchada y tan porteño como Julián
Centeya, que nació a orillas del Arno,
en Parma, la Parma luminosa de Verdi y de
Toscanini, y llegó a Buenos Aires
en el umbral de la adolescencia para cantarle
su amor a la ciudad que nunca fue madrastra
para él, asimilando para siempre su
lengua canera, descalza y sin gorra y convirtiéndose
en un traficante de nubes, hermano de Manzi
y de Discepolín. [23]
Esta larga cita expresa una idea
sobre la que Tiempo vuelve una y otra vez. Uno
de sus pocos relatos se titula “Cuento
para la tarde del sábado. Carta de un
niño judío” [24], y
es la crónica del primer encuentro de
un chico con la discriminación, con
el antisemitismo. Este mismo tema da contenido
a sus piezas teatrales Alfarda, Pan
criollo y El teatro
soy yo, ésta última
planteando el drama de un negro que se siente
discriminado por una judía:
Ustedes
conocen la borrasca de los pogroms y nosotros
la tempestad sangrienta de los linchamientos.
Y uno de los vuestros, un israelita, Al Jolson,
nos representa a ambos. Canta hondas y tiernas
canciones impregnadas de sentimiento judío,
estremecidas por nuestra música negra.
Y se ha pintado el rostro con el color de nuestros
hermanos, como si quisiera acentuar con ese
simple atributo, todavía más
enérgicamente, nuestra afinidad. Y todavía
dicen que habiendo sido creado el hombre
a imagen y semejanza de Dios y no siendo
Dios negro, como todos saben, el negro no
es un hombre.... [25]
El hombre del diálogo
Creo
que soy periodista por haber vivido
en Buenos Aires. En Nueva York seguramente
hubiera sido cualquier otra cosa. Acá sentí la
necesidad de hablar con
la gente. Hay una especie de atracción
mediúmnica que hace que uno
adivine la ciudad a través de
los sueños.
Vine
a la Argentina antes de cumplir
un año. Aquí viví en
San Cristobal, en Villa
Crespo, y era, lo que se dice, un vago
curioso que andaba siempre de un
lado a otro. Roberto Arlt solía
acompañarme.
Era otro vago como yo. Y,
también
como yo, amaba Buenos Aires. La llevaba
en la sangre. Yo la sigo llevando
todavía, quizá como una
forma de acordarme de él.
(César Tiempo en revista Salimos,
Buenos Aires, agosto 1980). |
La mayor parte de la producción en
prosa de César Tiempo se encuentra dispersa
todavía por periódicos y revistas
argentinas, latinoamericanas y europeas. “Con
la mitad de lo que dejé escrito en las
colecciones de Crítica cualquier
editor podría reunir diez o más
volúmenes de prosa compacta” comenta
en una nota que dedica a Raúl Gonzalez
Tuñón.
La prosa de Tiempo que encontró amparo
entre tapas de libros, comprende quince títulos,
nueve de los cuales reúnen retratos,
biografías y reportajes, sabrosos, incisivos,
generosos, intensos, bendecidos siempre por
esa mirada y ese humor que dan cuenta de su
constante busqueda de intelocutores. “Yo
no soy un crítico. Me ocupo solamente
de gente buena cuya obra y cuya vida me son
gratas” [26].
La de César Tiempo es
una prosa con vocación de diálogo:
escribe como quien conversa, yéndose
jugosamente por las ramas para volver luego
al asunto principal, jugando con las palabras,
las imágenes
y las ideas. Son textos cálidos, torrenciales,
hechos de erudición, memoria y gracia,
salpicados de pronto con voces tomadas del
lunfardo o del ídish, o por palabras
poco transitadas, que invitan a visitar las
páginas del diccionario. Autor de retratos
memorables, como los que dedica a Florencio
Parravicini o a sus amigos el Malevo Muñoz,
Julián Centeya o Dante Linyera, César
Tiempo fue un gran periodista. Tuvo muchos
puntos de contacto con Alberto Gerchunoff y
entre ellos también el de haber sido
un hombre de intensa vocación literaria
que invirtió sus mejores horas en la
tarea periodística. Lo hizo, es cierto, “en
el campo del pan llevar” pero también
como resultado de una honda vocación. “Me
encanta escribir apremiado” dijo
en un reportaje, y refiriéndose a Julián
Centeya acota: “el periodista actúa
sobre la materia viva de la experiencia cotidiana,
caliente como el pan que amanece en las tahonas... ”.
Merecen un capítulo especial
la gracia y el humor que César Tiempo
desliza en sus textos. Algunos ejemplos cosechados
al pasar:
—Acerca de Juan de Dios
Filiberto: “... fue
un chiquilín flaco como una púa”; “...
de andar desencuadernado”; “...
bajaba esa pendiente fragosa que conduce
al invierno, mientras el
viento silba sus mejores tangos”.
—Refiriéndose
a Gardel: “... sonreía
con su dentadura de piano a cuyas teclas
acaban de pasarle
la gamuza”; “... si
regresaba tarde a su casa era porque se
quedaba dándole cuerda
a la luna”; “... prefería
ser isla a ser agua”.
—Sobre Cátulo Castillo: “...
la poesía se echaba a dormir a sus pies
como un perro”.
—Acerca de Pablo Suero: “...
chupaba como una alcantarilla”.
—Sobre Discepolín: “...
flaco como un silbido”.
—En “Dibujos animados”: “Era
pobre como un alfiler y ahora es rico como
una aguja. La aguja
es un cíclope
de bolsillo y por su ojo pasan hilos de
todos los colores”.
César Tiempo era un periodista autodidacto,
dueño de una enorme erudición,
un prosista de idioma vivo, suculento, sabroso,
un dotado para las lenguas y un hombre bendecido
por una gracia terrena y angélica. “El
arte es un hombre hablando a los otros hombres”,
decía.
Merecería un capítulo
aparte su
tarea como editor de revistas. Tenía
17 años cuando dirige Sancho
Panza y 31 cuando funda Columna,
una revista de madurez y, según su propia
definición, estrictamente literaria,
entendiendo por literatura “todo
aquello que tenga relación con el destino
del hombre, con su ardiente voluntad de crecer
y quedar, con su anhelo de paz y de justicia,
en medio del caos y de la indignidad”.
Entre otros, colaboraron en Columna (“la
revista de las grandes firmas”) Cansinos
Assens y Stefan Zweig, Waldo Frank y Georges
Duhamel, Jacques Maritain y Baldomero Sanin
Cano, y también Alberto Gerchunoff y
Macedonio Fernández, Enrique Banchs y Arturo
Capdevila, Nicolás Olivari, José Portogalo,
Luis Franco y Arturo Cerretani. Uno de los
lemas de la revista era “Dispuestos
a todos los sacrificios, menos al sacrficio
de la verdad”.
Un episodio polémico de
la carrera periodística de César
Tiempo fue su paso por La
Prensa. Así lo contó él
mismo a Osvaldo Soriano en La Opinión [27]:
Volví a Buenos Aires
en 1951 e hice periodismo en varios diarios
hasta que en 1952 empecé a
dirigir el suplemento de La
Prensa que había sido absorbida
por la CGT. Allí estuve
hasta 1955. Me aguanté el resentimiento
y el odio de todas las fuerzas liberales,
pero me di el gusto de hacer un buen suplemento.
No me obligaron a afiliarme, llevé como
diagramador a un comunista. Publiqué a
Quasimodo, a Neruda, a Gabriela Mistral,
a Amaro Villanueva, que era candidato a
gobernador de Entre Ríos por el
Partido Comunista. Un día me
llamó Osinde, que era jefe de Coordinación
Federal, para decirme que yo había
convertido a La Prensa en
un órgano
comunista. Le contesté que
era lo convenido con el general Perón,
que él quería una apertura
hacia todas las corrientes ideológicas
y qué sé yo. Era mentira,
claro. En 1953 Perón fue a Chile
y yo viajé con él por La
Prensa. Fui a verlo a
Neruda, que estaba internado en un hospital,
y éste me pidió que
le consiguiera una entrevista con Perón.
Se encontraron y a raíz de eso Neruda
me dió los poemas de las Odas
elementales para
publicar. Los poemas levantaron una polvareda
bárbara. Me acuerdo que
una vez me hicieron parar las máquinas
a las tres de la mañana
por un poema de Neruda. Vino el presidente
del directorio en persona. Yo
le dije que era órden del general y
santo remedio. En aqueltiempo, en el peronismo
estaba en onda un término para rechazar
a la gente que no interesaba, “No
corre”, atribuido caprichosamente
al general. A mi me parecía que
era puro grupo, así que empecé a
usar lo contrario, “corre por orden
del general”, y todo iba
bien. A nadie se le ocurría preguntárselo. En
esa época
llegó mucha gente, obreros, sindicalistas,
que traían poemas
apologéticos a Perón para
que se publicaran, pero nunca los dejé correr.
Dijimos que la mayor parte de
la obra periodística
de Tiempo se halla dispersa, ¿qué decir
entonces de su correspondencia? Gran parte
de las cartas que recibió quedaron entre
las páginas de los libros de su biblioteca,
tal vez perdida —Tiempo no tenía
un archivo, y según su propia confesión,
después de leer una carta la solía
guardar en el libro que tenía entre
sus manos en ese momento—. En cuanto a las
que enviaba, dispersas como están entre
quienes las recibieron o sus descendientes,
alguna vez habría que reunirlas y agregarlas
a su producción en prosa. Gran amigo
de sus amigos y habiendo permanecido largas
temporadas en el extranjero, enfermo de nostalgia,
Tiempo enviaba centenares de cartas cuya prosa
espontánea agregaba al vuelo de su pluma
y al de su inteligencia, la frescura y la intimidad
de un semejante entrañablemente cercano. “Un
hombre bueno, un hombre con ideas y con emociones
intensamente vividas, necesita comunicarse
con el prójimo. Una felicidad no compartida
no es una verdadera felicidad. La prueba de
toque de una conducta, de un temperamento,
de una condición humana se encuentra
en la correspondencia. Las naturalezas mezquinas,
los protervos, no escriben cartas y si las
escriben es para pedir favores o hacer daño. La
correspondencia de Scholem Aleijem abarcaría
tanto espacio como toda su obra junta. Y tiene
tanta gracia y tanta humanidad como sus libros.” [28]
Es exactamente lo que cabe decir del César
Tiempo epistolar.
El judío porteño
Desciendo
de profetas, de meturguemanes (vayan
al diccionario) y de cuéntenikes*.
Soy judío
por todos los costados sensibles de
mi ser y no pienso desertar de mi judeidad...
En cuanto
a mi condición deporteño,
te cuento que está amasada en
el barro de la calle y de la noche.
No se ven ni se viven ciertas cosas
si no se llevan dentro,decía
mi hermano sideral Julián
Centeya.Y yo llevo adentro junto al ”alef-beis” los
compases de un tango. [26] |
La condición judía
y porteña
de Tiempo empapa y atraviesa absolutamente
todas sus páginas. “Yo
llevo adentro, junto al alef-beis [29],
los compases de un tango” dice en alguna
parte.
Ya vimos la manera natural con
que incluye, lado a lado, términos
eruditos, palabras en ídish o en hebreo —pronunciado
a la ashkenazí—
y expresiones cosechadas en el lunfardo porteño.
Y lo llamativo del caso es que todo le queda
bien, su texto siempre fluye, ganando
con esa mezcla encanto y expresividad. También
en su lengua es pluralista, y la enriquece
apasionadamente. Persuadido, con Chesterton, “que
todo slang es una metáfora”,
integra la Academia Porteña
del Lunfardo. “Prefiero un
libro que hable como un hombre, —dice— a
un hombre que hable como un libro.”
También el humor judío
y la picardía porteña se unen
en sus páginas. “La ironía —dice
con Benavente— es una tristeza que no
puede llorar y sonríe”. Acerca
de las tertulias de las que participaba Marechal,
dice: “Allí se combatía
sin fatuidad toda sordidez, con los antibióticos
infalibles de la risa”. En
lo que hace al humor judío, refiriéndose
a Samuel Eichelbaum, comenta: “El
modo distintivo del humor judío pivota
sobre la ironía, pero no la ironía
del menoscabo que tiende a degradar y humillar. Reirse
de la propia tristeza, de las inquietudes de
la miseria, de las falacias, de la prepotencia,
de la hipocresía, de las ambiciones
desmedidas, de las majaderías al uso,
es una actitud típicamente judía”.
Lo judío aparece en su obra como una
suerte de ceremonia laica, en la que su religiosidad
se expresa en una honda y fraternal ternura.
Gran trabajador —paradójicamente nunca
tuvo un sábado— fue, como vimos, autor
de poemarios, de textos en prosa para las más
diversas publicaciones, y también autor
de obras teatrales, de guiones cinematográficos,
incluso de radioteatros. Esta tarea de
dramaturgo y de guionista, posiblemente la
que más denota el paso del tiempo. Al
lado de su habilidad para tejer tramas, sus
personajes aparecen lineales, sin espesor dramático.
El César Tiempo que permanece es, a
nuestro juicio, el poeta, el prosista y el
hombre.
El César Tiempo
de sus hijos
Yo no soy un
hombre fuerte y más
de una vez me he puesto a pensar si
soy realmente
un escritor. Si lo fuera no aspiraría
a ser amado o admirado
sino a ser leído. |
Como en El
ciudadano Kane del que Orson Welles
va desgranando sus múltiples rostros
a través de la mirada de cada uno de
los que lo conocieron, intentamos aproximarnos
a César Tiempo, el hombre y el poeta,
a través de las palabra viva de sus
libros. Sin pretensiones de agotar los espejos
que reflejan su rostro, queremos sumar
al que continúa conmoviéndonos
desde el papel, un otro César Tiempo
no menos fascinante.
Durante la preparación
de un video que con Santiago Kovadloff dedicamos
a Tiempo en 1995 [30] tuvimos ocasión
de grabar algunos recuerdos de sus hijos Blanca
Tiempo y Víctor
César Tiempo, a los que se agregaron
luego los de Enrique Martín
Tiempo, recogidos durante una entrevista
que mantuvimos con él
ese mismo año, en la Embajada Argentina
en París, donde ejerce
la función de Ministro a cargo de Asuntos
Culturales.
Blanca—:
Papá tenía una biblioteca
enorme, con muchos miles de ejemplares y
allí era donde estaba su escritorio
y donde trabajaba, rodeado de montañas
de papeles y sin que le molestasen los
ruidos. Recuerdo que cuando yo era chiquita,
mis hermanos andaban en bicicleta alrededor
del escritorio, y yo traía una palangana
con agua, le mojaba la cabeza y lo
peinaba, le hacía moñitos.
Y él no se movía, seguía
escribiendo como si tal cosa. Mamá trataba
de arrancarnos de allí pero nosotros
volvíamos. Papá tenía
una paciencia única, pero además
se abstraía totalmente y nada le molestaba. Yo
pienso que así debió de haber
trabajado en Crítica y en todos los
otros diarios de cuya redacción participó en
medio del ruido de las máquinas y
de la gente.
Víctor César—: Sí,
tenía una capacidad de concentración
realmente insólita, porque aparte
del ruido que hacíamos, de las peleas, él escribía
en varias máquinas. Tenía cuatro,
cinco, seis máquinas y escribía
con carbónico haciendo varias copias.
Algunas de las máquinas eran esas
viejas Underwood, en las que se trababan
los dedos al escribir, y él
lo hacía con tres dedos, con dos y
medio, no sé, pero a una velocidad
monstruosa. Y cuando de pronto algo lo frenaba
o se aburría del tema, se pasaba
a la máquina de al lado. Llegaba a
escribir dieciséis artículos
por día, lo
que hacía necesario ese sistema casi
industrial, porque sino no daba físicamente
el tiempo. Aunque él tenía
más tiempo que nadie en el mundo porque
no dormía nunca. Era un misterio.
Blanca—:
Descansaba muy poquitas horas, casi nada. Le
gustaba dormir la siesta, entonces decía “Bueno,
me voy a dormir la siesta” y a los tres
o cuatro minutos ya estaba de vuelta, comentando: “¡Qué bien
dormí!”.
Enrique Martín—: Se acostaba
con zapatos y anteojos puestos a dormir esas
siestas suyas, sorprendentemente cortas.
Víctor César—: Y se quejaba
porque lo dejaban dormir demasiado. “Tengo
mucho que trabajar” decía, y
abría
la ducha, metía la cabeza debajo y
seguía
con ese sistema de muchas máquinas
y pocos dedos. Siempre trabajó así, en
una especie de infierno, no sé si
porque le gustaba o porque no tenía
otro remedio. Como padre, no sabía
muy bien cómo se hacía para
serlo.
Blanca—:
Eran muchas las cosas que no sabía. Por
ejemplo, mamá quería que aprenda
a bailar, nunca lo pudo lograr, ni un poquito,
y eso que le daban clases particulares. Nunca
aprendió a manejar; lo intentó,
obligado por mamá, y volvió con
los pedazos del coche.
Víctor César—:
Realmente le fallaban las cosas prácticas. Nosotros
le regalábamos encendedores pero
nunca supo fumar, no sólo no tragaba
el humo sino que no lograba encender un cigarrillo:
o se le caía el encendedor o se
quemaba los dedos. Y creo que no era tanto
producto de su torpeza como que las cosas
prácticas no le interesaban para nada. Una
de las cosas más graciosas era que
tomaba mate frío pero con la pava
porque no lograba prender el gas.
Enrique Martín—:
Para prender el gas tiraba los fósforos desde lejos,
de modo que si no había nadie en casa
se bañaba con agua fría. Finalmente
decidió que había cosas que
nunca haría.
Víctor César—:
Mamá se
fue ocupando cada vez más de la parte
práctica, y llegó un
momento en que lo afeitaba y hasta le ataba
los cordones. El nuestro era un
vínculo extraño,
era un padre de un modelo muy raro, cosa
de la que uno tomaba conciencia cuando empezaba
a conocer otros modelos de padre. Era
muy cálido, un tipo sensacional, con
quien podíamos charlar de las cosas
más insólitas. Nos sentábamos
a almorzar o a cenar y él comenzaba
a versificar sobre algún tema y también nosotros
versificábamos en la mesa, o jugábamos
a juegos verbales o de humor. Nos sorprendía
con su humor en cualquier circunstancia, incluso
cuando hacíamos en la mesa líos
terribles y mamá ya estaba por matarnos,
en vez de funcionar como padre severo armaba
una especie de infierno cómico que
a mamá la sacaba de las casillas y
a nosotros nos hacía reir como
locos.
Enrique Martín—:
Mamá era
una figura muy fuerte y se notaba que estaba
orgullosa de papá. Papá no
nos leía sus cosas pero sí las
de otros cuando estaban bien escritas. Decía: “Escuchen... ” y
nos leía, por ejemplo, algo de Arniches,
y lo hacía con gracia, cambiando las
voces de los personajes. A veces hablaba
de noche, en sueños, rimando, cambiando
de voz o imitando acentos raros. A veces,
mientras trabajaba, leía en voz alta
lo que estaba escribiendo porque le importaba
el sonido de una frase.
Blanca—:
La casa estaba siempre llena de gente amiga,
de escritores, actores. Muchos
venían a pedirle su opinión
acerca de un texto que habían escrito
y él se lo corregía directamente.
Así reconstruía también
los textos que algunos escritores le mandaban
para publicar en alguna revista.
Enrique Martín—:
Se reía
del academicismo. Cuando comenté en
la mesa que quería estudiar arquitectura,
me dijo: “Con un puesto de boy en el
Maipo vas a aprender mucho más de
la vida que en la universidad”. Se
reía de los fabricantes de frazadas
con dinero. Nunca nos enseñó a
hacer el menor esfuerzo para ganarlo.
Víctor César—:
Nos insistía
con el tema de la memoria, nos decía que
había que ejercitarla permanentemente,
que todos los días había que
aprenderse una obra, La
Divina Comedia, el
Martín Fierro. Él
tenía una
memoria increíble y recordaba cualquiera
de los libros que tenía en su inmensa
biblioteca. La biblioteca tenía
filas dobles, una adelante y otra atrás.
Y él era un maniático; le podían
sacar los zapatos y no le importaba, pero
que no le toquen un libro. Creo que la única
forma de ponerlo mal era correrle un papel. De
pronto yo le decía que necesitaba
algún dato sobre Caronte, y mientras
escribía a ochenta mil palabras por
hora con dos dedos, me respondía “Mirá en
el segundo estante de arriba para abajo, en
la fila de atrás, un lomo
finito gris, segundo capítulo”. Era
una forma rara de papá, era
como tener en casa una especie de enciclopedia
monstruosa, una computadora. Porque era automático,
y si uno tardaba un rato, y él tomaba
conciencia de que iba a meter la mano en
la biblioteca, recitaba de memoria todo entero
ese segundo capítulo del libro de
lomo gris. Su memoria era monstruosa,
y a uno lo ponía un poco extraño,
pero así era también el funcionamiento con
nosotros, mediado por la literatura. Cuando
estaba viviendo en Colombia él me
contestaba las cartas con mi misma carta
corregida. Me lo hacía para
que aprenda, era tener un maestro a larga
distancia. Yo hubiera preferido una cartita.
La única carta en serio que recibí fue
un soneto. [31]
Blanca—:
Papá tenía otras
formas de expresar el afecto. Por ejemplo
venía del diario a las tres de la
mañana con los bolsillos llenos de
bombones, de bananitas Dolca, y nos despertaba... Y
nos daba una gran alegría despertarnos
para comer chocolates y golosinas.
Víctor César—:
En realidad no dormíamos; esperábamos despiertos
que llegue papá para terminar el día.
Y él llegaba haciendo ruido, silbando,
haciendo cosas extrañas, porque tenía
la teoría que si había ladrones
era preferible no verlos; entonces gritaba,
silbaba, para que se fueran, y de paso nos
traía las cosas. Esto era en aquellos
años en que trabajaba en diarios y
revistas en el centro.
Enrique Martín—:
Papá era
muy tímido y por pudor lo desdramatizaba
todo reduciéndolo a broma. Una sola
vez pude hablar en serio con él. Nos
encontramos en un café. Yo ya tenía
42 años.
Sábado herido
Hay que cantar,
como el hombre que comprende
que nunca dejará de ser pobre
y que no son las rosas las que tienen las espinas
sino las espinas las que se cubren de rosas.
(Amanecer, 333papeles pintados) |
La suya no fue una vida fácil. Siempre
empeñado en ganarse el sustento, a menudo
despojado de su trabajo por razones políticas —para
los militares era un “subversivo solapado” y
cuando en el servicio militar descubrieron
que su hijo era su hijo, lo caratularon
de “heredo-filo-comunista”— sin
embargo Tiempo bromeaba con todo, incluso con
sus enfermedades y con su propia muerte.
Era un cardíaco crónico
y un traspié de su corazón lo
obligó a
abandonar aquel cómodo departamento
suyo de Tinogasta 2426 por estar ubicado en
un tercer piso sin ascensor. Entonces comenzó una
doble errancia: la de los Tiempo —que recorrieron
varias viviendas hasta recalar, en noviembre
del ‘77, en un séptimo piso de
la calle Viamonte al dos mil seiscientos—
y la de su enorme biblioteca que, tras una
larga estancia en un depósito pasó a
integrar, al menos parcialmente, la biblioteca
del desarrollista Centro de Estudios
Nacionales, actualmente cerrado. La
falta de su biblioteca lo afectaba muchísimo;
por otra parte sufría de una siniestra
combinación de glaucoma y cataratas
que lo iba dejando ciego. “Los médicos
están empeñados en que muera
sano” comentaba riendo. Se autodefinía
como “un moribundo vitalicio” y
acotaba: “no sé si tendré fuerzas
para asistir a mi sepelio”. Sin
embargo, de pronto era invitado a dar una charla
y rejuvenecía. Se vestían para
salir, Tiempo y Elena, y —cuenta Víctor
César— “estaban los dos como
para una torta de casamiento”.
Blanca—:
Cuando falleció papá yo
estaba con él. Era de noche. Estaba
totalmente lúcido pero muy mal porque
mi mamá se había muerto un
mes antes y todas las noches la llamaba: “Elena,
Elena, vení”. Y yo me
ponía loca como se ponía Elena
antes: “Papá basta, mamá se
murió, no la llames más.” “Mamá no
se murió”, decía, “mamá está acá”. Eso
fue durante todo el mes desde que se murió mamá hasta
que se murió él. Esa
noche yo le hice un postre, porque comía
muy poco. Lo probó apenas y me dijo “Qué rico
está, guardámelo para mañana”. Pero
no llegó a ese mañana. Yo creo
que él decidió morirse. Le
faltaba el motor, que era mi mamá.
César Tiempo falleció el 24
de octubre de 1980 en su casa de la calle Viamonte. Fue
velado en la Sociedad Argentina de Escritores
e inhumado en el Cementerio Israelita de Liniers.
Encabezado por un irónico “Leschono
haboo... biliniers” alguna
vez compuso Tiempo un poema para su propia
ausencia, un “Epiceyo en la muerte
de Israel Zeitlin”:
Desde
Ekaterinoslav —ahora Dniepropetrovsk— /
donde vieron tus ojos por primera
vez el sol, / el océano cruzaste
para darnos tu canto / y la ciudad
multánime
te devolvió cantando. //
La
tenaz vorahúnda del tráfico
te escolta / con
su charro singulto de bocinas afónicas,
/ pero nadie se rasga las solapas
rituales / en tu lírico ghetto
de Junín
y Lavalle. //
¿Alguna voz repetirá tus
versos / fugaces como el humo bailarín
en el cielo? / ¿Alguien dirá su
lágrima / lenta
como el responso de las rubias campanas?
//
Te has envuelto en la noche
para huir de ti mismo / porque ansiabas
la inmovil plenitud del olvido. //
Tu
muerte ha sido bella. /¡Quiera
Dios que no sueñes debajo de la
tierra!
Parafraseando al propio Tiempo podemos decir:
En Buenos Aires
hubo un poeta.
¿Y ahora?
Ni una calle ni una plaza porteña llevan
todavía su nombre.
____________
1. Del “Romance a César
Tiempo” de Fernandez Moreno, reproducido
en Sábado Pleno de CT,
pp. 13/16 (ver Bibliografía).
2. Del disco César Tiempo por él mismo,
cancionero del judío
errante grabado en Buenos Aires
en agosto de 1967 por el poeta para el sello
AMB, cuya versión en CD forma parte
de esta edición.
3. Lo más probable es que Zeitlin (proviniendo
del ídish y pronunciándose “Tseitlin”)
tenga, como muchos otros apellidos judíos,
un origen matrilineal, refiriendo al nombre
de una antepasada, llamada en este caso “Tseitl”.
De modo que “Tseitlin” podría
traducirse como “hijo o descendiente
de Tseitl”.
4. CT, “Paseo alrededor de los demás”,
en el Suplemento Literario del diario La
Opinión, Buenos Aires, 10/XII/1972,
pp. 6/7.
5. En 1926
la ciudad de Buenos Aires está plagada todavía de conventillos
—sólo en el barrio del Once hay unos 300— y de prostíbulos
—855 están legalizados—. Alvear es presidente y están en pleno
hervor creativo los grupos literarios de Florida y Boedo, cada uno con sus
consignas y publicaciones. Para los de Florida (revistas Martín
Fierro, Proa, Sur) vanguardistas, ultraístas, partidarios
del arte por el arte, lo que importa es la revolución por el arte. Para
los de Boedo (revistas Los pensadores, Claridad) partidarios
de la izquierda y el realismo, lo que importa es el arte por la revolución. 1926
es un año muy prolífico literariamente en la Argentina y en el
mundo. Ese año aparecen en Buenos Aires Don Segundo Sombra de
Ricardo Güiraldes, El juguete rabioso de Roberto Arlt, Historias
y proezas de amor y El hombre que habló en la Sorbona de
Alberto Gerchunoff, Los desterrados de Horacio Quiroga, Cuentos
para una inglesa desesperada de Eduardo Mallea, El judío Aarón y Nadie
la conoció nunca, dramas de Samuel Eichelbaum, Luna de enfrente de
Jorge Luis Borges, Molino Rojo de Jacobo Fijman, La musa de la
mala pata de Nicolás Olivari, El violín del diablo de
Raúl Gonzalez Tuñón. Lado a lado con lo mejor también
aparecen algunos títulos olvidables de Hugo Wast y un Zogoibi de
Enrique Larreta que recibe el título de “peor libro del año” en
una consulta realizada entre los escritores por la revista Campana
de palo. Este es el año en el que aparecen esos Versos
de una... firmados por una tal Clara Beter.
6. César Tiempo hace nacer a Clara Beter
en su Ucrania natal (Versos a Tatiana Pavlova),
la hace embarcarse también en Hamburgo
y llegar a Buenos Aires en el Cap Roca,
su mismo barco (Un lejano recuerdo),
le atribuye un hermano llamado David, como
el suyo, (Patio de la infancia) y
una hermanita, como la que él mismo
tiene (Alacridad), incluso cuenta
en alguna parte que el seudónimo que
utiliza alude a su propio nombre (Beter por biter —amargo
en ídish— jugando con el contrario
de César, tomado como sinónimo
de ziser, dulce en ídish) .
7. El tema
de la trata de blancas revestía por entonces, en los años 20,
una preocupación particular para la comunidad judía, dado
que muchas de las prostitutas eran muchachas judías traídas con
engaños de sus pueblitos de Europa Oriental y prostituídas a
la fuerza por una siniestra organización integrada por rufianes judíos,
la Zvi Migdal, repudiada y combatida masivamente por la comunidad judía.
Desbaratada la Zwi Migdal recién en 1930, el de las prostitutas judías
es un tema doloroso que prácticamente no encuentra lugar entonces en
la literatura ídish argentina y muy poco en la literatura argentina
en general. Este poemario de César Tiempo de 1926 es una de las
excepciones, tal como lo es el drama en ídish de Leib Malaj Ibergus,
puesto en escena y editado en Buenos Aires ese mismo año (en español: Regeneración,
Buenos Aires, Editorial Pardés, 1984, vertido por Nora Glickman y Rosalía
Rosembuj).
8. CT, “Aviso para encontrar a Jordana”.
9. La expresión “Generación
del 22” parece haber sido acuñada
por Juan Pinto, según se desprende del
apéndice a su Breviario
de la Literatura Argentina Contemporánea (ver
Bibliografía) y se refiere a los escritores
que en 1922 tenían entre 18 y 25 años,
incluyendo tanto a los que integrarían
luego el grupo de Boedo como
el de Florida. Fue en
1922 que aparece Los Pensadores (seguida
por la revista Claridad) alrededor
del que se nuclearon los escritores
de Boedo, y dos años más
tarde comienza a publicarse Martín
Fierro (que luego se continuó en
Proa)
alrededor de la que se nuclearon los autores
de Florida. Ver en esta
antología el ensayo “Los escritores
de Boedo” de César Tiempo.
10. Cuenta
Tiempo que cierto día, mientras estaba preparando su Exposición... ,
pasó por la casa de Álvaro Yunque. “Le dijo ‘Anoche
estuve leyendo unos poemas de Clara Beter con mi mamá y estuvimos llorando. ¿Por
qué no la incluís en tu antología?’. Le dije que
me parecía muy cursi, muy antigua. Yunque se puso furioso: ‘Lo
que pasa es que sos un burgués, tenés una mentalidad pequeñoburguesa’,
me decía. Me negué: ‘Yo no la voy apublicar —le
dije— si la quiere publicar Vignale, allá él’. No salió y
hubo una bronca bárbara”. (En La Opinión,
10/XII/1972).
11. Efectivamente, en la edición de
Octubre-Noviembre 20 de 1924, aparecen esos “Poemas
lácteos”. Firmados por “Eslavo
y Argento”, son once textos cuyos títulos
lo dicen todo: “Brindis a la chica de
la lechería”, “Salmo al
candial”, “Al chocolate con leche”, “Bendición
al queso”, etcétera. El último
texto, “La lecherita, epílogo
sentimental” dice así: “Cuatro
paredes blancas que decoran las moscas / con
finos arabescos de su arte singular, / mesas
para funciones prosaicas, y un silencio / apto
para soñar... // Es fornida la dueña,
la hija menuda y leve / es el imán que
atrae a todo el vecindario / igual que a estos
ilusos que se gastan por verla / los últimos
centavos... // ¡Si no hiciéramos
versos! Tener una sencilla / lechería
como esta sería nuestro ideal / podríamos
casarnos con la hermosa muchacha / y dejar
de soñar... ”. (pg. 86
de la edición facsimilar de la revista Martín
Fierro).
12. Juan Pinto en “Clara Beter y la generación
del 22”, Santa Fe, El
Litoral, 5/XII/1954.
13. De este poema fue publicando Tiempo
diversas versiones en sus sucesivos poemarios.
Esta versión es la que aparece en su
primer libro Libro para
la pausa del sábado y la que preferimos. En
la antología incluída en estas
páginas se reproduce la versión
que recoge su último libro, Sábado
Pleno y en sus Poesías
completas.
14. “Con
los poemas que publiqué en La
Nación y
en La
Vanguardia, donde era director del suplemento cultural, hice un libro.
El editor Gleizer me insistió para que lo publicara. Me dijo que fuera
a la imprenta, eligiera el papel, la tipografía, todo. El dibujante
Manuel Eichelbaum, hermano del dramaturgo, me hizo 25 grabados y se publicaron
todos. El volumen se llamó Libro para la pausa
del sábado,
apareció en 1930 y con él gané el primer premio municipal.
El premio era de cinco mil mangos en una época en que Raúl
Gonzalez Tuñón, con tres mil, se hizo un viaje a Europa y lo
invitó a
Pondal Ríos. Creo que serían como cinco millones de ahora.
Pagué las
deudas de mi viejo y me fui a España a conocer a uno de mis grandes
admirados: Rafael Cansinos Assens”. (En La
Opinión,
Bs. As., 10/XII/1972).
15. “Mi tío Scholem Aleijem
y otros parientes”, pp. 48/49.
16. Carlos M. Grünberg (o Grunberg,
1903-1968), autor de cuatro poemarios atravesados de inquietud judía,
el más importante de los cuales se titula Mester de Judería y
apareció en Buenos Aires en 1940, prologado
por Borges.
17. Taled: (hebreo) manto de
oraciones, con la que los judíos se cubren hombros y cabeza durante las ceremonias
religiosas. El mencionado soneto se titula “Gerchunoff” y
se encuentra en la página 258 del poemario Junto a un río
de Babel de Carlos M. Grünberg,
Buenos Aires, Acervo Cultural, 1965.
18. Senkman, Leonardo. La identidad
judía en la literatura argentina, Buenos Aires, Pardés,
1983, 506 pp. Todo el libro merece leerse detenidamente, en especial
el capítulo dedicado a nuestro autor, “César Tiempo: la
integración judeo-argentina”,
pp. 153 a 195.
19. El poema de Biálik al que se alude es el
titulado “En la ciudad de la matanza”. Una buena versión
española de este poema es la de Rebeca Mactas Polak, en Poemas, Buenos
Aires, Pardés, 1986.
20. Entrevista de Fernando Alonso en Clarín,
“Cultura y Nación”, Buenos
Aires, 14/IV/1977.
21. Resulta interesante comprobar que los delirios
racistas de estos presuntos defensores de la pureza de la nacionalidad, vienen
calcados de otras tierras. Así Hugo Wast (seudónimo, con resonancia
germánica, de Gustavo Martinez Zuviría, 1883-1962) expresa un
antijudaísmo inspirado en el nazismo alemán,
tal como a fines del siglo pasado, el autor
de La Bolsa, Julián Martel
(seudónimo, con resonancia gala, de José María Miró,
1867-1896) toma el suyo del antisemitismo francés, que poco después
estallaría en el affaire Dreyfus.
22. Se refiere a la novela de Hugo Wast titulada El
Kahal (1934). La cita es de “La campaña antisemita y el
director de la Biblioteca Nacional”,
pp. 10/11 y 44/45.
23. “Gardel”, de los papeles de César
Tiempo, 1974. El texto completo integra ésta antología.
24. En sus Poesías completas,
pp. 175/182.
25. CT, El teatro soy yo, p. 124.
26. Sergio Leonardo entrevista a CT, Nueva Presencia,
Bs. As.
27. “La Opinión Cultural”,
Buenos Aires, 10/XII/1972, p. 9.
28. CT. “Mi tío Scholem Aleijem y otros
parientes”, p. 36.
29. Alef-beis: (ídish) nombre del
alfabeto hebreo.
30. Video El pianito de escribir, una vida
de César Tiempo. Guión: Santiago Kovadloff
y Eliahu Toker. Realización: Román
Volnovicz. Bs. As., Secretaría
de Cultura de la Nación, 45 min., 1995.
31. Se refiere a “Para
mi hijo Víctor
César que en el año dos mil
tendrá sesenta
años”, que termina diciendo: “Tú verás
los ejércitos de aviones / bombardear
desde el aire sus canciones, / a mansalva ,
de radio y de paladio. // Tuya será la
luna, la de enfrente, / la que quise alcanzar inútilmente
/ y en la que tú entrarás como
a un estadio”. César Tiempo
también dedicó sendos poemas
a sus otros dos hijos: “Enrique Martín” se
titula el dedicado a su primogénito,
y el de su hija, “Hija del sábado:
Blanca Isolda”.