Un humorista de risa temible, Moishe Nadir

Cuando mi madre estaba triste, estaba muy, muy triste. Entonces solía quedarse parada ante la ventana, detrás de la cortina de batista, y en lugar de los vidrios rectangulares, engarzaba en el marco de las ventanas, brillantes paneles oscuros de pesada tristeza pulida. (...)
Se sobreentiende que alguien que tiene una tan rica herencia de tristeza está provisto de humor.
¿De qué manera era yo un humorista?
Yo era tan sentimental como una colegiala, tan lírico como un ternero contemplando la luna, sólo que escribía respecto de mí mismo todo tipo de verdades amargas.
 Entonces todos sonreían diciendo: ¡Este es un humorista!

 

Así se presentaba Moishe Nadir, revulsivo escritor de lengua ídish en cuyas manos el humor constituyó una herramienta temible. Nacido en un pequeño pueblito de la Galitzia en 1885 y emigrado a Nueva York a los 13 años, su incisivo humor no era precisamente el del cordial Scholem Aleijem. Contradictorio a sabiendas, su especialidad era reírse —y para peor con risa contagiosa— de lo santificado por la gente. Para luchar contra lo que él consideraba falso e hipócrita, se había armado caballero andante, cargando como lanza una afilada ironía amarga, que a menudo volvía contra sí mismo.

Nadir se inventó como personaje: personaje terrible y encantador; apasionadamente querido y apasionadamente odiado. Esbelto, de rostro aceitunado, un par de intensos ojos castaños y una oscura melena enrulada, gastaba una amplia capa vienesa sobre los hombros, un pañuelo colorido sobre el cuello y un andar bohemio, entre perezoso y soberbio, paseando una aristocrática elegancia como al descuido por las calles neoyorquinas de los años veinte.

Maestro de la irreverencia y el desparpajo, su arte mayor consistía en sacar a las palabras de sus carriles, con una alegre insolencia, con un humor casi siempre refinado, pero que a veces se volvía grotesco y hasta brutal, más preocupado por divertir al querido lector, que en medir el alcance de sus burlas. El crítico literario Gross Zimerman lo definió como “payaso genial”, y tal vez no resulte tan arbitraria esta caracterización si reconocemos en Nadir esa alegría impostada que tradicionalmente enmascara en el payaso un fondo amargo, escéptico, trágico.  Es el Nadir que anda a menudo la angosta cornisa de lo patético y a último momento pega en el aire una burlona cabriola. Escribe:

Todos cargamos a la muerte en el corazón como a un bastardo. Una muerte ajena, creada por un Dios ajeno, que no nos divierte. Eso me entristece querido Dios, por eso soy tan inteligente y estoy tan lleno de angustia cósmica, cosa que les encanta a las damas.

Era uno de los prosistas mayores de la literatura idish, y su maestría brilla en el cuento cortísimo, en el disparate, el aforismo, la miniatura. Rollansky decía de Nadir que más que autor de obras monumentales era el autor de párrafos, de frases, de líneas monumentales. Vayan como ejemplo algunos de esos disparos magistrales, entresacados de entre sus páginas. Vale la pena prestar atención a su ágil jugueteo con el absurdo, a su sabio romance con la paradoja: “Nada echa tanto a perder la salud como vivir. Si uno llega a vivir ochenta, noventa años, es una persona arruinada”.

O: “Yo escribo tal como hablo, a una velocidad increíble; y pienso más rápido todavía, y cuando hago silencio, yo soy capaz de callar en una hora más que otro en un año”.

O: “La religión es algo grande: Cuando uno no tiene dinero por lo menos puede disfrutar pecando. Pero cuando no se tiene dinero y tampoco se cree en Dios la situación se vuelve realmente difícil, ¿no les parece?”.

O: “Ayer vi en la vidriera de un negocio una gorra de un color verde rabioso, con dos rayas adelante y un vivo de cuero rojo todo alrededor. Era algo increíble, espantoso. Y pensé: '¿Quién va a comprarse una gorra así? Solamente un loco'. Permanecí un rato más ante la vidriera observando esa gorra verde y me fue invadiendo una gran lástima. De pronto comprendí que si yo no la compraba, iba a quedar allí para siempre. Entonces entré y compré esa gorra”.

¿Cuál es la propuesta de Nadir en los años de duro enfrentamiento entre los defensores de la lengua ídish y los abanderados de la lengua hebrea? “Según mi opinión —dice— nuestra lengua tiene que ser el hebreo, sólo que debemos hablarlo en ídish”.

Visceralmente enamorado de esta lengua íntima, maternal, popular —aunque domina perfectamente el inglés e incluso hace literatura en ese idioma— comenta: “Cuando no tengo nada para decir escribo en inglés, pero cuando quiero decir algo lo hago en ídish”.

Y el idioma ídish es en sus manos una materia dúctil, sutil, expresiva, en la que Moishe Nadir despliega con un regodeo casi erótico, una creatividad repleta de hallazgos idiomáticos malabares, sustantivando adjetivos, transformando verbos en sustantivos o sustantivos en verbos. Son juegos de un maestro de la lengua, casi imposibles de traducir. Por sólo dar un par de ejemplos: inventa zij ba-ijn, que sería algo así como  identificarse con el propio yo uno mismo; al español tal vez debería traducirse como “en-yo-arse”. Otro ejemplo: En su último poema se define como a volf antvolft, algo así como “un lobo deslobado”, un lobo que resignó su calidad de lobo. Como ven no se trata de caprichosos juegos de palabras sino de palabras nuevas creadas para expresar conceptos poéticos originales.

Esa originalidad atraviesa toda su obra. Moishe Nadir, pese a su humor y a su aparente sencillez, es un autor complejo; uno de esos con los que los críticos literarios no saben qué hacer. No lo pueden dejar afuera pero tampoco les encaja en ningún esquema. A la postre terminan ignorándolo, porque, para peor, amén de inclasificable, Nadir es un escritor caudaloso, prolífico, incansable. Él solía decir de sí y de su entrañable amigo, ese enorme poeta maldito ídish llamado Moishe Leib Halpern:

Desde que Moishe Leib llegó a América, los dos escribimos acelerada, afiebradamente. Consumimos un barril de tinta por semana. Otros escritores son el comienzo de una familia literaria. Nosotros, según parece, somos su final. Ya nuestros bisabuelos tenían pensado escribir, pero no sabían cómo... Por eso nos empujan, nos apuran; una multitud de familiares muertos —tíos, abuelos, tías, cuñadas— escriben a través de nosotros, conducen nuestras plumas por el papel, permanecen en fila esperando que escribamos por ellos lo que no alcanzaron a escribir por sí mismos. Y nosotros no tenemos tiempo ni para limpiarnos la nariz.

Pero Nadir no sólo tenía en común con su amigo Moishe Leib Halpern ese modo desesperado de escribir. Ambos compartían, desde mediados de los años veinte, las páginas del Fraihait, el diario comunista judío neoyorquino, y escépticamente compartían la necesidad de creer posible un mundo mejor, y una desesperada necesidad de Dios. Moishe Nadir podría haber firmado estas lineas de su amigo, el enorme  Moishe Leib:  

Es inútil que nos abran todas las puertas, / es inútil que de nosotros quieran apiadarse, / no hay fuego que pueda calentarnos / ni pan que calme nuestro hambre.

Los cuentos de Nadir no son de aquellos que calman el hambre o la sed, de aquellos que se paladean largamente como el vino; los suyos son relatos irónicos como copitas de licor, de aguardiente, dulces y fuertes, que queman. Y uno se ríe, a menudo sin saber por qué se ríe. El Moishe Nadir trágico es el escritor enrolado en una guerra al servicio de la religión comunista, bañando alegremente en tinta a todos los opositores a ese dios, siendo lo bastante inteligente para comprender que ensuciándolos se ensuciaba y humillándolos se humillaba. Pero todo era por un mundo mejor. Lo explica con una clara metáfora ya en 1922, en un poema donde equipara su tarea a la de un deshollinador que se ensucia para abrirle paso al sol. Pero cuando en 1939, Stalin firma su pacto con Hitler, Nadir decide que demasiado es demasiado, y rompe públicamente con el Partido Comunista.

“Lo verdaderamente triste para un hombre --decía Nadir-- es perder lo que aún no encontró”.

| CRÉDITOS |