H.
Léivik,
condenado a la Eternidad
E. T., 7 de junio
de 2005.
El presente ensayo es parte de una obra inédita en preparación.
Los textos de Léivik que se incluyen son versiones del ídish
de Eliahu Toker
Cuando en 1936 tuvo lugar en
Buenos Aires el Congreso Internacional de los
PEN Clubs, lado a lado con las delegaciones
de Argentina, México, Francia, España, Bélgica
o Japón, participó un representante
de cierto país singular, desprovisto
de ubicación geográfica, un país
cuyo territorio sólo estaba hecho de
palabras: el “país ídish”, que así es como figuraba en las actas
de aquel Congreso. Y el representante de ese “país ídish” ante
aquel Congreso internacional de escritores
era H. Léivik, un enorme poeta de figura
esbelta, blanca melena y mirada intensa.
Esto
sucedía,
dijimos, en Buenos Aires, en 1936, año
desdichado, marcado por una guerra civil en
España, por un creciente
nazismo en Alemania, por un fascismo que se
iba apoderando de toda Italia, y por una sucesión
de impunes ataques antijudíos que iban
incendiando Polonia. Algo ominoso se estaba
gestando en Europa. No es de extrañar
entonces que ese Congreso de escritores fuese
escenario de algunas escaramuzas entre franceses
e italianos, entre Jules Romains y Marinetti.
Pero fue Léivik quien levantó la
voz para pasar de la literatura, a hablar de
la “santidad de la vida humana”,
en un acta de acusación dirigida especialmente
la delegación de escritores polacos,
apestada de silencio.
... ¿Cómo
es posible --dijo Léivik-- hablar
ahora de creaciones literarias? Cada uno
de nosotros debería bajar la vista,
avergonzado, al pensar en el grado de decadencia
a que ha llegado la palabra en la actualidad.
En vez de ser la encarnación de
la conciencia, la protectora de los humillados
y ofendidos, en lugar de ayudar a aquellos
que luchan por un mundo nuevo, la literatura
se ha convertido en muchos países
de Europa en un manto que cubre las bajezas,
los derramamientos de sangre, las guerras,
las abstrusas y desvariadas teorías
del chauvinismo racial, de incitaciones
raciales y de complejos raciales.
La literatura observa cómo
se masacra a la cultura y a las personas,
y calla. La literatura se pinta el rostro
con palabras embusteras. La conciencia
de la literatura, está actualmente
enferma, está en agonía.
En la época
de los pogroms zaristas, en la antigua Rusia,
alzaron su voz de protesta un Korolenko,
un Gorki. En los tiempos del affaire Dreyfus
se hizo oír Emile Zola. Cuando Polonia
estaba esclavizada, la conciencia de la
literatura alborotó al mundo por
medio de Mickiewiz y Slovacki. ¿Dónde está ahora
la conciencia de la literatura universal,
y sobre todo, dónde se encuentra
ahora la conciencia de la literatura polaca? ¿Por
qué silencian los escritores polacos,
miembros del Pen Club, los pogroms antijudíos,
que están teniendo lugar en estos
mismos momentos en Polonia?...
Ayer y hoy les oí hablar
de la belleza del arte puro, de la poesía
pura. Pero se olvidaron de hablar de la
belleza y de la santidad de la sangre humana.
La Poesía es hermosa, es admirable,
lo sé. Siento aquí, en esta
sala, la belleza de las palabras, de los
idiomas, de las canciones de los diferentes
pueblos. Sin embargo es tiempo de decir
que la tristeza, la añoranza, las
lágrimas, la sangre de cada persona,
de cada comunidad, de cada pueblo oprimido
y desamparado --sea judío
o abisinio— son más que hermosas:
son una expresión de la santidad
de la vida humana. Pido que no lo olviden
los señores delegados.
¿Vale la pena citar la
triste respuesta del delegado polaco? Dijo:
No quiero referirme aquí a las
pretendidas persecuciones antijudías
en Polonia para no traer a esta sala discusiones
tan desagradables como las que ya han tenido
lugar en este congreso...
Pero sucesos mucho más desagradables
y trágicos se estaban gestando en
Europa, y pocos años más tarde
la inquietud de Léivik quedaría
pavorosamente desbordada por la realidad.
Y no fue por casualidad que los nazis iniciaran
sus factorías de la muerte no en territorio
alemán sino en la racista Polonia
comenzando por una ciudad polaca llamada
Oszwientzim, que cobró siniestra fama
bajo su nombre germano: Auschwitz.
Pero volvamos a Léivik. Nacido a fines
de 1888 cerca de Minsk, en una pequeña
aldea de la Rusia Blanca, atravesó la
infancia en un hogar judío sumido en
una increíble pobreza. Tenía
diez años cuando cobró vida el
Movimiento Socialista Judío Bund,
al que se afiliaría en su adolescencia y
tenía dieciseis cuando la abortada revolución
rusa de 1905 mostró de pronto al régimen
zarista en toda su brutalidad, contrapuesta
a la imagen redentora de la naciente revolución.
Tanto
la vida como la obra de Léivik
están repletas de signos, que admiten
lecturas a distintos niveles de abstracción.
Está, por una parte la anécdota,
el hecho en sí; un poco más atrás
está la vivencia con que la carga el
poeta; un poco más profundamente todavía,
el valor que cada hecho adquiere en el contexto
de su personalidad como un todo. Por ejemplo,
el fuego. El fuego cuyo temperatura nutre,
su infancia, temperamento, biografía
y obra de Léivik. Escuchen:
La oscura noche es fuego,
/mi cabeza sobre una almohada llameante
de fuego./Aspiro y exhalo fuego / Por puertas
abiertas y ventanas de fuego./Mi mano se
extiende y hace signos en fuego./ Escribe
en el fuego con fuego sobre fuego./ Pido
piedad, busco amparo del fuego,/ ¡socórreme,
sálvame,
fuego! / Oigo el chisporrotear de voces en
el fuego:
//
Soy tu padre,
tu padre
de fuego;
/ Soy tu
madre, tu
madre de
fuego; /Tu
padre que
te judaizara en el fuego;/Tu madre que te
amamantara con fuego./ Recuerdas tu cuna
colgante de cuerdas de fuego, /en una pequeña
choza, hace mucho, al estallar el fuego;
/recuerdas el aletear de las cuerdas en fuego
/hasta alcanzar el techo con fuego;/ recuerdas
cómo te atrapamos en el
fuego /y echamos a correr contigo entre fuego:/
huíamos
del fuego, por el fuego, al fuego./ Ahora
venimos de nuevo a estrecharte al fuego,
/a cubrirte de nuevo con pañales de
fuego /y a alzarte otra vez, conducirte
entre el fuego / del fuego, por el fuego
al fuego. //
Así escucho voces en el nocturno fuego, /hasta que comienza
a amanecer con fuego, /y lo que sigue luego, lo sabe sólo
el fuego, / que dibuja sobre fuego, en el
fuego, con fuego.
Acorde con su temperamento, Léivik
asume en bloque y dramáticamente los
hechos que signaron su infancia y su primera
adolescencia, y con ese bagaje se lanza a construir
su vida, a consciencia y sin hacerse trampas.
En 1904, a los dieciséis años,
ingresa al movimiento revolucionario judío Bund y
al poco tiempo es arrestado por la policía
zarista, la que lo libera por ser menor de
edad. Dos años más tarde es arrestado
de nuevo, pero esta vez para permanecer preso
un par de años a la espera de su proceso.
Cuando el juicio tiene lugar, el Bund pone
a su disposición un abogado, pero Léivik
rechaza defenderse. Cuando el presidente del
tribunal le pregunta si tiene algo que alegar
en su descargo, declara:
No tengo
nada que alegar en mi defensa porque no reconozco
los cargos ni reconozco a los acusadores
y porque no soy yo sino ustedes quienes deberían
estar en el banquillo de los acusados; ustedes
y vuestro sangriento régimen zarista.
Está demás
decir que este discurso le gana a Léivik
la pena máxima, la pedida por el fiscal:
6 años de trabajos forzados y deportación
de por vida a Siberia.
Para cumplir los años restantes de su
condena, previos a su deportación a
Siberia, Léivik es trasladado a la prisión
moscovita Butirki, célebre por su crueldad.
En la cárcel asume Léivik cadenas,
humillaciones y azotes con tensa serenidad.
Pero lo que lo conmociona es descubrir el paulatino
deterioro moral de muchos de sus compañeros
revolucionarios, y también la sencilla
solidaridad que percibe, de pronto, en delincuentes
comunes. Escribe:
El camastro de la celda es
corto,/ pero echarse a dormir precisan todos,
/coloca uno los pies sobre los ojos del otro
/y sobre sus cadenas apoya el rostro.// El
camastro de la celda es angosto / aprieta
cada cual el cuello del prójimo.
Cumplidos sus seis años de reclusión
y trabajos forzados, es conducido Léivik,
con una columna de prisioneros, a Siberia,
gran parte del camino a pie, a campo traviesa,
entre la nieve y la soledad. La caravana
lo deposita por fin en una lejana aldea, Vitim,
donde debe permanecer recluido de por vida.
A los pocos meses, Léivik logra escapar.
Para embarcarse hacia América cruza,
cabalgando a solas la interminable estepa helada.
Marcho ciego
por la noche oscura / entre un viento que
arrebata de la mano el cayado./
El corazón llevo hueco, el morral
vacío; /los dos pesando, los dos
innecesarios./ De pronto siento sobre
mi mano el roce de otra mano:/ —Dame,
llevemos —dice— la carga
entre ambos.//
Por un mundo en tinieblas marchamos
entonces dos,/ yo cargando mi morral, y él
mi corazón.
Léivik
llega a los Estados Unidos, donde lo precedieran
sus versos revolucionarios. Corre 1913; el
poeta cuenta 24 años.
Pero la poesía no da para vivir.
Habita los conventillos de los gringos
y trabaja como empapelador, cargando
los rollos de papel y los tarros de
engrudo de casa en casa. Además
pasa largas temporadas en hospitales,
para curarse la tuberculosis que trajera
consigo de su paso por Siberia. América
se transforma en el hogar donde desarrolla
toda su obra en el curso de los siguientes
cincuenta años.
Tempranamente
cobró Léivik
renombre universal, aunque no a causa
de su poesía, sino gracias a
sus poemas dramáticos. Drama
y poesía
fueron en Léivik formas expresivas
confluyentes. Sus dramas respiran naturalmente
poesía y su estructura es en
gran parte poemática. Sus poesías,
por otra parte, bien miradas, son a
menudo pequeñas escenas dramáticas. Escuchen:
Anoche
oí /
--aunque tal vez sólo lo haya imaginado--
/a una multitud de músicos / tocando
al unísono
en mi cuarto./ Pero entre el estrépito
redoblado del tambor / y el levantado
grito de la flauta, / de pronto me
asaltó un
terror: / Mira, ¡el violinista
falta! //
Me eché a indagar,
a urgir,/ pero una mano me cubrió los
labios / y cruzó mis ojos /
el brillo de un acero deslumbrado.//
Los
músicos cumplieron
su tarea y fríamente / guardaron
sus instrumentos lado a lado;/ luego,
del mismo modo impasible, / sin esbozar
un gesto, una palabra, / como fundidos
en una sola sombra, / abandonaron mi
casa. / Recién entonces
vi: / un hombre yace contra el muro
de mi cuarto, / y el violín,
caliente todavía,
/ sangra en su mano.
El gólem
Uno de sus primeros dramas, El
gólem, despertó desde
suaparición interpretaciones
de todo orden, contradictorias a menudo.
El gólem —textualmente:
autómata, robot, homúnculo— hace referencia a una antigua leyenda
judía
del siglo XVI, cuyo héroe es
el famoso Rabí Loew, el Maharal de
Praga quien, utilizando el nombre secreto
de Dios, habría dado vida a
un gólem para
proteger a su comunidad de las provocaciones
antijudías. La leyenda dice
que el gólem no
se contentó con cumplir su cometido,
y que finalmente, para impedir el descontrol
de su fuerza bruta, tuvo Rabi Loew
que luchar con él hasta quitarle
el nombre de Dios, es decir, la vida,
de entre los dientes.
Léivik había
comenzado a gestar en la prisión este
poema dramático
basado en aquella leyenda, y terminó de
componerlo en 1921, pocos años
después
del triunfo de la Revolución
Rusa, ese otro gólem,
llamado a proteger al hombre, y cuya
fuerza también
llenaba a Léivik simultáneamente
de temor y esperanza.
Su Gólem puede
ser leído
entonces, como una reflexión
acerca de la revolución, acerca
de violencia física y el concepto
judío
de mesianismo. En ese encuadre, el gólem es
el premesías o el mesías
provisional que viene a hacer por la
fuerza lo que debería
ser producto del espíritu. Su
poema dramático expresa el temor
de Léivik
de que el gólem se
transforme, al menor descuido, en su
contrario, en el antimesías.
Expresa la impaciencia de Léivik
frente a la persistencia del dolor
y la injusticia; la repugnancia judía
por la violencia física
y su desconcierto frente a la posibilidad
de que “el
apaleado pueda tornarse apaleador y
el torturado, torturador”.
Más allá de
todas las otras digresiones posibles respecto
del significado de su gólem,
entramos aquí de
lleno en uno de los temas que más
inquietan a Léivik, quizás
el léitmotiv de su obra: No
se debe sacrificar la vida de otro ni
siquiera en nombre de Dios o
de la revolución social. Abraham,
considerado en el Pentateuco como un
justo, por haber estado dispuesto a
sacrificar a Dios hasta a su propio
hijo, es para Léivik la personificación
de todos aquellos que sacrifican a
las personas en nombre de un ideal,
cosa que Léivik condena. Con
ser una parábola, a nadie se
le escapó el
sentido de su Gólem. No
fue porcasualidad que durante su viaje
por la Unión Soviética,
en 1925, le reprocharan a Léivik,
el que haya conducido a su gólem
literario a la desaparición
y no a la victoria...
Por ese entonces
Léivik
colaboraba en el diario comunista Mórgnfraihait; pero
cuando en 1928 se desatan los pogroms
en Palestina sin que el diario comunista
condene a los provocadores árabes,
corta sus contactos con esa publicación.
Léivik vuelve
una y otra vez a detenerse en estos temas
que lo inquietan, a menudo cruzándolos
con sus vivencias bíblicas
y el significado que éstas tienen
para él, como surge con toda
claridad en la última de sus
obras dramáticas,
titulada En los días de
Job.
Allí, en derredor de la
figura de Job, que simboliza la rebeldía
contra un dolor injusto, reúne
Léivik
a Abraham e Isaac, a Caín y
Abel e incluso al carnero que reemplazara
a Isaac en el altar del sacrificio.
Job, quien a pesar de su indudable
hombría de bien
es puesto por Dios dolorosamente a
prueba en manos del diablo, deja oír
desde un muladar su vehemente protesta.
Su queja llega hasta los campos de
Abraham e Isaac, éste último
perseguido todavía por el recuerdo
de aquella otra prueba divina a que
fuera sometido en otro tiempo.
Satán, vestido de pastor,
punza a Isaac con esta frase:
—¿Cómo
se explica que un cuello que yaciera tendido
para ser degollado, no presienta el
sollozo de otro cuello que yace en
algún
lugar, inflamado y cubierto de llagas?
Isaac
siente renovarse en él
la angustia de aquel instante y decide
acudir a la tienda de Job a condolerse
de su desgracia. Con él acude
una increíble
multitud de inválidos y enfermos,
ciegos y locos, que sienten que el
lamento y la rebelión de Job
expresa también
la protesta particular de cada uno
de ellos por lo injusto de sus males.
Isaac rememora ante la doliente
tienda de Job el momento en que volvió a
su hogar tras ser reemplazado por el
carnero, encontrando a su madre Sara
moribunda. Cuando trata de calmarla
mostrándole
su cuello entero y sano, Sara, expirando,
murmura:
— Oh, Isaac, hijo mío,
un carnero te reemplazó? ¿Cuándo? ¿Al
final?
Y antes, hasta el final, ¿eras
tú el carnero? ¿Eras
tú el
que yacía a la espera de ser
degollado?
Pero aquí entra en escena el
más
singular de los personajes: El propio
carnero que sustituyó a Isaac
en el ara de sacrificio. También él
reclama justicia diciendo:
—¿Y mi cuello está permitido
degollar? Acaso no te alegraste, Isaac,
cuando el cuchillo de tu padre
se descargó sobre
mí y no sobre ti.
Más de una vez escuché tu
protesta por las penurias sufridas
en aquellos instantes
en que yacías esperando,
con el cuello tendido bajo el cuchillo;
los instantes
en que yacías como un carnero.
Y ahora callas... Y tú también,
Job, callas...
Mira qué profunda es la
herida de mi cuello. Isaac, ¿acaso
el cuchillo de tu padre
no fue también tu cuchillo? ¿Acaso
la sangre de carnero no es sangre?
Pero no pretendo ahora nada de
ti. Sólo preguntarte: ¿por
qué bajaste
de un salto del altar del sacrificio
y me acostaste allí por la fuerza? ¿Por qué?
Una víctima arrastrando a la muerte
a otra víctima...
Si pudiésemos resumir
en una sola reflexión toda la amargura,
decepción
y protesta de Léivik frente
a las revoluciones que pierden su esencia,
sin duda la reflexión sería
precisamente esa: “una
víctima
arrastrando a la muerte a otra víctima”.
Precisamentela
idea que tiene Léivik
de su tarea poética no se reduce
a un enfrentamiento lírico con
el orden establecido; lo que se impone
es desenmascararlo y transformarlo.
Yo
no escribo simplemente —dice—;
yo realizo una tarea, lapicera en mano,
como el serrucho en mano del carpintero
o el hacha en mano del leñador.
Como ellos se tienden tensos hacia
el árbol
que cortan, así me tiendo yo,
tenso, hacia el árbol-palabra,
hacia la palabra que crece desde el
corazón
del mundo, hacia la palabra-mundo.
Yo encontré el
mundo hecho y no me gusta como está hecho.
Alguien puede meterse en su casa, colgar
sobre sus ventanas cortinas rosadas
y bromear consigo mismo.
Ese es un juego que a mí me
repugna. Desde niño me persigue
esta repugnancia.
Pero la poesía, por sí sola,
no puede transformar la realidad. Entonces
dice el poeta:
Y cuando preguntes
si alguno me ha traído,/ si alguno
me ha arrojado a este confín del
mundo./No podré responderte
una sola palabra, /y si lo hiciera
sería
con vocablos oscuros.//
Cuántas
palabras abiertas ya he pronunciado
/ y ni una celda siquiera he abierto
con ellas,/ ni un charco de sangre
he borrado en la nieve,/ ni quebré con
palabras una sola cadena.//
Ni
un solo pogrom deshice con palabras;/
con palabras no evité ni una
muerte en el ghetto;/ ahora todas gritan:
queremos ser inscriptas / sobre azul
y rojo; sobre blanco y negro. //
Por
labios cerrados, de mudez ocluídos,/
capto más cabalmente
la última esencia./ De la horda
palabrera huye, corazón mío,/
y húndete en el silencio como
en el musgo una piedra.
Entre
un
poeta
y
su
lengua
creativa
se establece un vínculo entrañable,
indisoluble, de inteligencia y complicidad.
La obra de Léivik nació en ídish,
un idioma en el que se dan naturalmente
los deslumbramientos de la imagen elocuente
y del adjetivo inesperado; de la rima
cómoda,
del ritmo suave y exacto. Dado su temperamento
Léivik no escribió poesía
ligera, despreocupada. Comprometido
profundamente como lo estaba con lo
que quería expresar,
expresarlo en ídish implicaba
plantar un bosque poético viviente
en esa lengua, arrancada de cuajo con
sus hablantes y creadores en la Europa
de los años
40 y no retomada por el Estado Judío.
De eso habló Léivik
en Jerusalem en el curso de una Conferencia
Ideológica
que tuvo lugar allí en 1957. Al volver
a Nueva York Léivik enfermó,
falleciendo el 23 de diciembre de 1962.
En uno de sus últimos poemas escribía:
No
digo que mi vida haya sido un fracaso;
/ solamente digo
que la tormenta quiebra / al manzano
más recio, y sus frutos /
los va recogiendo el guardián
en su cesta. //
No digo que mi vida haya estado
errada; / solamente digo que un trapecista
sobre su hilo / cruza profundos abismos cantando /
como si bajo sus pies tuviese un puente
tendido. //
No digo que mi vida haya sido un
sueño; / solamente digo
que un jinete, sobre su cabalgadura,
/ atraviesa todo un mundo al galope / y
retorna al rincón donde descansa
su cuna. //
No digo que mi vida esté terminada;
/solamente digo
que el sol se hunde en las aguas / hecho
una esfera inflamada de ocaso, / que incendia el occidente con
una llamarada.
Qué duda
puede caber; Léivik persona y poeta integra
la pléyade
de los condenados a la inmortalidad. Más
aún, su voz es la de la inmortalidad
misma.