Saga judía

—Papá, ¿en qué difiere esta noche de todas las noches,
que, con manos tendidas como si nos protegiera,
bendice mamá sobre nuestra mesa
los ojos encendidos de un par de velas
coloca en el centro una gran copa de vino,
reparte pan ázimo con brazo conmovido
y la casa entera está de fiesta?

—Quiero que sepas, hijo,
que hasta el día de ayer, hace cuarenta siglos,
fuimos esclavos;
nosotros, tu madre, tu hermana, tú y yo,
tal vez bajo otros nombres, detrás de otros rostros,
pero nosotros mismos
fuimos hasta ayer esclavos en Egipto.
Y hoy llegó la hora en que decidimos erguirnos
a tomar la libertad.
Y en estas luminarias que arden sobre nuestra mesa
bendice tu madre el fuego interior que puede con la fuerza.
Y nos sirve pan sin levadura, amasado en la urgencia
por dejar la abundancia del país de los esclavos
a cambio del desierto fértil de ser nosotros mismos.
Y lo hace conmovida porque somos
la última generación que probó la esclavitud
y la primera que entrevé la libertad.
Y aquel copón de vino
espera al profeta que vive en cada uno
y ha de liberarnos,
a nosotros y a todos los hombres del mundo,
de la sumisión, la miseria, el odio y la locura;
que ha de liberarnos por nuestras propias manos
cuando lo querramos de veras,
aunque sea hoy mismo.

—Ayer... Hace cuarenta siglos...
Papá, qué tiene eso que ver hoy y aquí conmigo?
¿Y en qué me diferencio yo de mis amigos
que celebro historias que ellos desconocen,
y cuando termino mis horas de clase
aprendo geografía de un país lejano,
qué sucedió y sucede con un pueblo abstracto
 y estudio una lengua que no habla la calle?

—Quiero que te conozcas a ti mismo, hijo.
Que conozcas la profunda raíz que amamanta tu sangre.
Quiero enriquecerte con tu propio pasado,
contarte tu propia historia,
una historia en la cual, de muchos modos,
repetimos el gesto de liberarnos.

—Papá, ¿qué significa ser judío?

—Los que nacen en Francia son, sin vuelta, franceses.
Los que nacen en Italia 
tampoco se preguntan por qué son italianos,
y los israelíes son israelíes simplemente.
Pero la condición judía no va sobreentendida
ni figura anotada en los papeles.
No se nace judío de improviso,
no es un parto simple,
tinieblas por un lado, una puerta que se cruza,
luz sobre el rostro de pronto.
Se va naciendo de a poco,
descubriendo lentamente dentro
siglos de dolor y alegría y pugna reprimidos,
milenios de grandeza y poesía
y pueblo y amor y fe en el hombre
y entereza y caídas y vuelta a empezar
como judío,
no como una sombra nacida casualmente 
en un rincón cualquiera de la tierra.
Somos parte de un pueblo inquieto, en movimiento,
disperso entre las fronteras de cinco continentes
desde hace muchos siglos
como tanto pueblo evaporado
al perder su memoria colectiva.
Pero, extrañamente, por encima de montañas y océanos,
en dos milenios de exilio,
siempre hubo judíos
que mantuvieron despiertas sus raíces
y no entregaron sus entrañas al olvido.
Pensando en distintos idiomas
y andando diferentes destinos
seguíamos siendo un solo pueblo
habitante de un territorio metafísico,
con una Jerusalén plantada más allá de los caminos.
Cada festividad era una carga de nostalgia
que crecía de padres a hijos
implicándolos personalmente en la larga memoria
del pueblo judío.
Dentro de cada cual volvía Abraham
a despedazar una y otra vez los ídolos
y cada cual de nuevo optaba
por el difícil pan de la autenticidad
como volviendo a salir de Egipto,
dejando atrás la olla fácil de ser como el vecino.
Por eso es necesario que conozcas tu historia,
para que puedas elegir ser vos mismo.

—Yo no quiero, papá, vivir desarraigado y dividido,
condenado a ser distinto...

—En definitiva la opción ha de ser tuya,
pero ¿es que tengo derecho acaso, hijo,
a ocultar los espejos
para que no te descubras a ti mismo?
¿A escamotearte la historia de tu origen?
¿Y es acaso la ignorancia garantía de entereza?
Más que dividirte yo te multiplico;
te doy a conocer lo que de todas maneras llevas dentro,
algo, que si no aprendieses a usarlo vitalmente, 
podría, entonces sí, pudrirse;
el amor volverse encono,
una maldición de la que nunca puedas desprenderte, hijo.
No, yo no tengo todas las respuestas en la mano
pero para saber quién soy
no necesito preguntárselo a nadie,
y nunca me perdonaría burlarte, no decírtelo.

—Pero ¿por qué un Israel en el futuro
para vivir nuestra vida?
 ¿No querés a este país acaso?

—Es algo que tendrían que explicarte mis entrañas.
Aquí soy un judío que suspìra por su tierra
y en Israel voy a volverme 
un argentino enfermo de nostalgia
pendiente de lo que suceda en Buenos Aires.
Argentina e Israel son dos amores entre los que me debato.
Claro que hay mucho por hacer aquí, como argentino,
y están el idioma, las calles, la gente, los amigos,
pero hay un Israel viviente que me llama
y una Jerusalén  con la que tengo
fijada una cita desde hace siglos...

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