Fragmentos de Padretierra (1998)

a.
No recibí de mis abuelos escudos nobiliarios
ni panoplias con espadas y puñales.

Uno me dejó su transitado Pentateuco,
una torrecita jerosolimitana de madera de olivo
y las evaporadas callecitas de Varsovia.
Del  otro heredé sus gastadas filacterias,
su amarillento manto de oraciones
y los congelados pantanos de Ucrania.

Ni cohén ni levita, israel apenas,
sigo andando los lodazales del Pripet
y los desolados parques de Varsovia,
por las calles de mi lejana Buenos Aires.

b.
Diez años antes de derrumbarse el mundo
estalló el corazón transido de mi abuelo.

Tenía 56 años al tenderse al lado de su padre
en el cementerio judío de Varsovia /para atravesar la hecatombe
a bordo de ese gueto uncido al gueto.

Ahora que tengo su edad
deambulo a menudo por su casa en sueños,
bailando lentamente con mi madre
como en aquella vieja foto
baila con ella todavía
ese empecinado soñador, mi abuelo.
(1991)

c.

“Era un sastre que componía lo viejo
y no echaba a perder lo nuevo”


 

Mi padre era un sastre
de puntada pareja y obsesiva.
Con el filo de su tiza trazaba
líneas geométricas sobre la tela,
las seguía con la tijera pulcramente
y las cosía luego con delicadeza.

Poeta de medida y remendón a veces,
también yo mido cuidadosamente los vocablos,
tomo textos viejos, los traduzco a mi aliento
y zurzo los versos uno a uno.

Yo soy el largo pasado de mi padre
y él es mi futuro.

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