El ídish en mi vida

Hablar acerca de “El ídish en mi vida” me resulta tan difícil como hacerlo acerca de los pulmones en mi vida, acerca de las piernas en mi vida... El ídish nació en mí conmigo y me cuesta observarlo como algo externo.

Es lo mismo que me sucede con el castellano, pero un poco más. Si cabe establece un ránking en este tipo de relaciones, puedo decir que el ídish es, en mí, una lengua más visceral aún que el español.

Tengo la suerte de contar con una percepción especial para los idiomas; así mantengo también relaciones de comprensión y afecto con el hebreo y con el inglés, pero se trata de adquisiciones de la madurez y me resulta mucho más sencillo objetivarlas. Con el ídish es diferente.

Si evoco mis primeros recuerdos, aquellos que ni siquiera retengo nítidamente, no pueden estar sino en ídish. Lo mismo mi infancia. A veces tengo la sensación de haber llegado a esta ciudad porteña, en la que nací, recién a los seis años; que mi “hotel de inmigrantes” fue la escuela primaria. Antes de ese desembarco en el castellano, me veo a los dos, a los tres,  a los cuatro años, ensimismado, en el patio de mi casa, solo, jugando en ídish, nombrando el mundo en ídish, pensando y asombrándome en ídish.

Desde que ingresé al castellano a los seis años y hasta los veintitantos me sucedieron unas cuantas cosas vinculadas con mi judaísmo pero no recuerdo nada en particular conectado con la lengua en ídish. En esos años sucedieron cosas terribles y sublimes, se derrumbaron mundos con el Holocausto y emergió un mundo nuevo con Israel; me impregné de castellano, leí mucho, incluso comencé tímidamente, a los 12-13 años a escribir poesía, pero si bien hablaba regularmente ídish en mi casa, dividí mi secundario entre el comercial (sí, comercial) Carlos Pellegrini y el seminario de Maestros Hebreos dirigido por Mendelsohn, que se dictaba en hebreo y en el cual el ídish era apenas una única materia.

El deslumbramiento tuvo lugar en 1957. Ese excelente escritor en lengua ídish, Itsjok Ianasovich, enterado de mi interés por la poesía, tuvo la ocurrencia de alcanzarme un libro de poemas en ídish recién aparecido en Buenos aies, cuyo autor era Leivik. Fue una conmoción para mí. Yo vivía de Lorca a Neruda y de Whitman a Maiacovsky ida y vuelta. De pronto me sentí asaltado por un aliento nuevo, profético, que me levantaba en un ídish visceral con un vuelo en el que me reconocí. Era demasiado para mi solo y necesité compartir ese descubrimiento. Casi sin darme cuenta comencé a verter un largo poema de Leivik del ídish al español. Por entonces yo colaboraba con César Tiempo en la página literaria del diario judío porteño en castellano llamado Amanecer. Allí publiqué ese poema, titulado “A América”, y recibí para mi asombro un sinnúmero de ecos. Yo había sentido un enorme placer construyendo aquella versión y además había resultado útil para gente de las más diversas edades y geografías. Así comencé una tarea que ya no abandonaría nunca. En primer lugar leer y conocer torrenciales poetas de lengua ídish y en segundo lugar, traducirlos. Constituye una sensación extraña esa de andar con un par de poetas en el portafolios, poetas que uno no conoce pero con cuya obra ha llegado a una gran intimidad, al punto de animarse a desarmar sus poemas, imagen a imagen, palabra por palabra, con prepotencia y delicadeza, para pasarlas de un idioma querido a otro idioma querido, del ídish al español, Idiomas tan diferentes. Y cuanto más intimaba con esos poetas más intimaba con el ídish y también con el castellano. Era una durísima lucha amorosa. Había poemas que se negaban tajantemente a ser sacados de su ídish; otros se entregaban después de una gran resistencia y de un gran forcejeo; otros, por fin, aceptaban casi de inmediato el ser cantados en otra lengua, pero eran los menos. Veinte años largos anduve armando una antología y durante esos años solía caminar por la calle, con la mirada ausente, y con una palabra en ídish clavada en la lengua, buscando su equivalente en castellano. Fueron años de un enriquecimiento en atmósferas, conceptos, imágenes y sensaciones, enriquecimiento del que, por supuesto, ni se enteraron los bolsillos, pero que le dio una nueva dimensión a mi mundo, a mi poesía.

Cuando finalmente logré desembarazarme de aquella antología comencé a interesarme por la lengua ídish misma y ese fue otro deslumbramiento. Desde ya que debe suceder lo mismo con quien se sumerja en las entrañas de cualquier idioma; pero a mí me sucedió con el ídish. Tomar contacto con la historia creativa, dramática de esa lengua; descubrir el origen y la historia de cada expresión, de cada palabra, seguir el camino que recorrió un término hasta recalar en nuestra boca colectiva, resultó una experiencia apasionante. Percibir cómo fue creciendo y transformándose esa lengua, encontrar en su estructura y en sus proverbios los testimonios de las diferentes geografías que anduvieron sus portadores y de los distintos pueblos en cuyo seno vivieron, resulta conmovedor. Descubrí el consistente milagro que constituye cada palabra viviente. Por ejemplo una palabra tan sabrosa como facheile, que designa ese pañuelo que cubría la cabeza de nuestras abuelas y bisabuelas. ¿Puede haber, alguna palabra más empapada de sabor, de ídish? La facheile es toda una institución que nos remite, de inmediato a aquellas mujeres de los cuentos de Sholem Aleijem, sentadas en la feria o conversando con sus vecinas andando lentamente por las calles de tierra del shtetl. Me resultó conmovedor descubrir que se trata de una palabra reliquia de una de las que sobrevivieron desde la mismísima primera época del ídish, de boca en boca durante casi un millar de años. La otra comprobación asombrosa fue que facheile comenzó su larga aventura en un italiano primitivo: fazzoleto; de ahí tras un largo proceso vino a convertirse al judaísmo y acompañó a los judíos, inmersa en el ídish, rodando de diáspora en diáspora hasta llegar a nuestros oídos, ojos y lengua, con todo su poder evocador intacto, en un viaje que duró, como dije, mil años. Un verdadero prodigio de la lengua humana como organismo vivo que nos lleva a admirarla y a quererla más.

Discúlpenme que asocie libremente, y que me desvíe por un momento de nuestro tema, pero hubo un humorista americano que sin saber que la palabra facheile tiene un origen italiano, sostenía que todos los italianos son judíos.

No sé si se acuerdan de Lenny Bruce, ese trágico humorista neoyorquino cuya biografía brindó el argumento para una película titulada Lenny y que interpretó Dustin Hoffman. Jorge Hacker tradujo algunos de sus tan famosos como irritantes monólogos que siparaba desde algún pequeño escenario del off-Broadway. En uno de esos monólogos decía Lenny comenzando por él mismo:

Yo soy judío, Count Basie es judío; Ray Charles es judío; Eddie Cantor es goy; B'nai Brith es goy; Hadassa, judía; la Marina es muy goy; las gaseosas, goy, las galletitas Drake son todas goy; Pumpernik es judío; y como todos ustedes saben, el pan blanco es terriblemente goy; el puré de papas instantáneo, goy; el jugo de cereza negra, muy judío; los macarrones son muy judíos; ni hablar de la ensalada de frutas, judía; las gelatinas de limón son goy; las gaseosas de lima, muy goy; las casas rodantes son tan goy que a un judío ni se le ocurriría acercarse. La ropa interior es definitivamente goy; los testículos son goy; las tetas no, son judías. Las bocas son judías, O'Neill es judío; Dylan Thomas, judío. Los griegos son goy; pero todos los italianos son judíos.

Hasta aquí Lenny Bruce. Ahora, volviendo a lo nuestro en el tono de Lenny Bruce, yo diría que si el idioma italiano es judío, el castellano es goy, el inglés es goy; el ídish es terriblemente judío y el hebreo es goy. No me pregunten por qué. No estoy seguro de saberlo. Con todo mi afecto por el hebreo y por el castellano, son idiomas sonoros, solemnes, mientras que el ídish es íntimo, familiar, cercano, apasionado, sentimental, femenino. Tan judío como Woody Allen.

Pasar del castellano al ídish significa bajar la voz, adoptar un tono más cercano, más íntimo. Algunos amigos me dicen que mi poesía, escrita, según creía, en un más o menos correcto castellano, les suena escrito en ídish...

Parafraseando a Bialik, que decía que el ídish y el hebreo eran para él como los dos orificios de su nariz, y que necesitaba de ambos para respirar, yo siento que respiro sucesiva y, a veces, simultáneamente en ídish y en español, pero que el aire de que se me llenan los pulmones con cada una de estas lenguas pertenece y me remite a mundos diferentes: el castellano es mi vía hacia la realidad, hacia un mundo concreto que puede mitigarse con el vuelo de una bandada de imágenes poética, pero el ídish es la evocación misma, es el sabor de comidas con olor a infancia; el ídish es una sucesión de melodías agridulces; proverbios con una gracia que remite a una complicidad, a una intimidad con mundos que ya no existen, salvo en los libros y en las propias entrañas.
Para finalizar resumo con un fragmento de un poema de mi libro Lejaim, titulado precisamente “El Ídish”. Allí digo:

Aunque a veces me rehuyan,
siguen a mi lado aquellas palabras
con que me amamantaran los pechos de mi madre.
Ando entre ellas como entre hermanas,
como entre amigas sabias.
El ídish me rodea, me sostiene,
me despliega con la forma del vuelo;
de cada una de sus voces me enamoro
y cada una me deja sobre los labios
el sabor de su más callada sustancia

| CRÉDITOS |