Memoria
activa (IV): “Un toro y seres de odio”
Palabras presentadas por Eliahu Toker frente
a Tribunales
Lunes
29 abr. 2002
En esta tribuna sensible, surgida de entre
los escombros del 18 de julio de 1994 con las
consignas de no olvidar, de exigir justicia,
de no caer en las trampas de las simplificaciones;
en esta tribuna sensible posiblemente quepan
estas reflexiones viscerales mías acerca
de la tragedia que está teniendo lugar
en estos momentos en Medio Oriente.
¡Qué difícil hablar! ¡Qué difícil
callar!
No viviendo en Israel, ¿tengo derecho
a expresar libremente lo que pienso acerca
de su/nuestra tragedia? Por otra parte, ¿tengo
derecho a no hacerlo?
Lo que sucede es que siento simultáneamente
un enorme respeto por el deseo de independencia
del pueblo palestino y una enorme repugnancia
por la hipocresía y la criminalidad
de sus líderes, encabezados por Arafat,
que llevaron a su pueblo y a Israel a un callejón
sin salida.
Lo que sucede es que siento simultáneamente
una honda preocupación dolorida por
la tragedia en que está sumergido el
pueblo israelí, en su lucha denodada
por el elemental derecho a la vida, y al mismo
tiempo siento un profundo rechazo por la figura
de Sharón y por el mantenimiento de
asentamientos judíos en tierras palestinas.
Se trata de una situación tan trágica
como compleja. Resulta asombroso, y hasta sospechoso,
que periodistas y escritores de primer nivel
muestren tal desdén por la complejidad
de esa tragedia que está teniendo lugar
en Medio Oriente; resulta extraño que
muestren en sus apreciaciones por lo que allí sucede
tal grado de superficialidad, miopía,
maniqueísmo, demonizando a Israel en
bloque y angelizando acríticamente el
fundamentalismo palestino.
Todos parecen olvidar que el más reciente
disparador de esta tragedia (utilizo una y
otra vez esta palabra) fue el tajante rechazo
de Arafat, allá por setiembre del 2000,
al generoso ofrecimiento del primer ministro
israelí Barak, de dar luz verde a la
creación del Estado Palestino, entregar
el 95% de los territorios en disputa incluida
la parte árabe de Jerusalén,
recibir parte de los refugiados palestinos
del año ’48 (no asimilados nunca
por sus países árabes huéspedes)
y compensar económicamente a los demás.
Arafat rechazó este ofrecimiento exigiendo
que amén de todo lo anterior Israel
abra sus puertas a los cuatro millones de refugiados,
condición que sabía inaceptable
porque implicaba el suicidio a cortísimo
plazo del Estado judío. De inmediato,
y antes de que tuviese lugar la arrogante y
estúpida visita de Sharón a la
explanada del Templo, Arafat lanzó su
sanguinaria intifada. El rechazo de Arafat
derrumbó el gobierno de Barak, y la
intifada encaramó a esa desgracia para
Israel llamada Sharón.
PERO ¿Qué podría ofrecer
Israel, sin suicidarse, que Arafat no haya
rechazado ya?
La indignación es un sentimiento acumulativo.
A las permanentes distorsiones, parcialidades
e incluso barbaridades de los “bienpensantes”,
tipo Saramago, acaba de unirse para mi asombro
un escritor como Tomás Eloy Martínez.
En la edición del diario “La Nación” del
sábado 13 de abril, en una nota titulada “Seres
de odio” desliza Tomás Eloy Martínez
algunas de esas típicas afirmaciones
insostenibles que circulan irresponsablemente
por los medios. Reproduce, por ejemplo, sin
discutirla, esta joya de la mala fe que atribuye
a un anónimo periodista norteamericano:
Dice allí:
Resulta falaz comparar a
Arafat con Osama bin Laden. Sería
más justo compararlo con Ben Gurión
o con Golda Meir que organizaron emboscadas
de terror cuando Israel debió luchar
para que se creara un Estado Judío
en 1947 y 1948. Los ingleses los llamaban
terroristas. Ahora son próceres.
No sé si se trata de mala fe o de ignorancia
total, pero Ben Gurión y Golda Meir
no sólo jamás acudieron al terror
en su lucha por la creación del Estado
de Israel sino que lucharon activamente contra
los pequeños grupos terroristas judíos,
llegando Ben Gurión a ordenar echar
a pique el barco Altalena que traía
armas para ellos. Golda Meir, por su parte
solía decir:
Con el correr de los años vamos a perdonarles a los árabes
el que hayan matado a nuestros hijos; lo
que nunca vamos a poder perdonarles es que
nos hayan forzado a matar hijos de ellos.
Es una aberración
total equiparar a ese par de líderes
democráticos, que se dolían
de veras por la muerte de todo hombre y de
todo israelí, con un dictador
hipócrita, de reconocida maestría
en el arte de un enloquecedor doble discurso:
Mientras habla de paz empuja alegremente a
su pueblo a un suicidio inútil y a una
indiscriminada matanza de inocentes. La falacia
es equiparar a quienes acuñaron como
lema del ejército israelí “la
pureza de las armas” con un individuo
que, al mejor estilo nazi, educa a su pueblo
desde la infancia misma en el odio indiscriminado
del otro, en el éxtasis de la propia
muerte en martirio, empapándose las
manos en la sangre del vecino. Un vecino con
el que dicen sus líderes querer
hacer la paz pero contra el que educan a sus
niños en el odio desde
la cuna misma, enseñándoles con
las primeras letras que las tierras del vecino
les pertenecen y que su sagrada misión
en la vida y en la muerte es recuperarlas.
La mencionada nota de Tomás Eloy Martínez
contiene varias otras medias verdades tan falsas
como peligrosamente provocativas, pero lo que
importa dejar sentado aquí es que la
tragedia que está teniendo lugar entre
los pueblos israelí y palestino necesita
ser leída sin cómodas simplificaciones.
Como toda situación histórica
compleja más que de zonas blancas y
negras está cruzada de grises.
Y algo más: Israel carga, es cierto,
el síndrome de Auschwitz en su inconsciente
colectivo y reacciona violentamente cuando
siente amenazada su vida. La desesperada elección
de un Sharón para salir de esta encrucijada
forma parte de la tragedia, tal como la forma
ese regodearse palestino con la muerte, el
cantarla, el armar a los niños, el educarlos
para el suicidio y el asesinato.
Israel tiene, por supuesto, entre su gente
fundamentalistas siniestros, pero tiene también
pacifistas activos; del lado palestino, desdichadamente,
sólo se oyen las sanguinarias voces
de los fundamentalistas angelizados y respaldados
acríticamente por intelectuales bienpensantes.
Israel es un toro formidable aguijoneado por
fantasmas y en su persecución de esos
fantasmas la emprende golpeando a ciegas. Israel
es un toro decidido a no dejarse desangrar
en la plaza de toros del Medio Oriente. El
público grita contra el toro y azuza
a los picadores suicidas, los aplaude y estimula.
Israel es un toro de larga memoria, dolorido,
injusto tal vez en su reacción, pero
empecinado en no someterse a la suerte fatal
señalada para los toros. En la memoria
ancestral del pueblo judío hay demasiadas
plazas de toros, demasiadas inquisiciones,
demasiados holocaustos, demasiados 18 de julio.
La única salida es la famosa paz de
los valientes, aquella en la que, sin hipocresías
y bajo una equilibrada mirada exigente del
mundo, cada pueblo resigne parte de sus exigencias
y ambiciones. Antes que siga rigiendo la cobarde
paz de los cementerios.