Ser judío en la argentina:
perspectiva laica
“¿Por qué esperará siempre
la gente que los escritores respondan preguntas?
Yo escribo porque quiero formular preguntas.
Si tuviera respuestas sería un político”.
Así solía
decir el dramaturgo Eugene Ionesco.
Es lo mismo
que sucede conmigo: Tengo muchos más
interrogantes que respuestas. Pero creo que
ese cúmulo de interrogantes es la mejor
parte, la más
estimulante, de mi pensamiento poético.
Es desde allí que voy a hablar con ustedes
esta noche. Es desde allí que
voy a decirles lo que pienso de mi condición
de judío laico y de
serlo en la Argentina. Voy a hacerlo desde
mi condición de poeta; de alguien
que está atento a las emociones que
registran sus entrañas, confía
en ellas y forcejea para ponerles palabras.
Entonces, cuando digo que soy un judío
laico, lo digo desde las tripas y sin sentir
necesidad de legitimarme ante nadie. Yo soy
simplemente este extraño
animal que está ante ustedes, más
allá de posibles elucubraciones
intelectuales o citas halájicas. Yo
soy tal cual me ven, judío
y laico, y mis entrañas no necesitan
legitimación. Lo mismo que
sucede con mi “doble lealtad”: soy
así, argentino y judío,
y no puedo ni estoy dispuesto a resignar ninguna
de estas dos facetas que me integran, como
no estoy dispuesto a hacerlo con ninguna de
las otras que me conforman y definen. Para
decirlo de otro modo: Siendo laico me considero
un judío
entero, igual que siendo judío e hijo
de inmigrantes nacido y criado en esta tierra,
me afirmo como argentino entero. Soy un animal
así: multifacético,
incluso contradictorio. Y si no me ajusto a
determinadas definiciones o esquemas, lo lamento.
Soy un ser viviente. Que cambien las definiciones
y los esquemas.
Y no creo que eso de que uno se considere,
como laico, judío entero, aunque
no quepa en determinados esquemas, sea un modo
de la comodidad.
El judío laico es aquel en el que más
claramente se expresa la angustia del hombre
contemporáneo. Es aquel que sabe que
sólo va
a perdurar cambiando; que va a ir siendo diferente
a sí mismo todo el
tiempo. Claro que es una perspectiva inquietante
para quienes piensan al judío
como parte de un pueblo cuya cultura ha cristalizado
hace siglos, de una vez para siempre y que
piensan que, salvo algún leve maquillaje,
lo que cada generación judía
deja a la siguiente no es un legado sino un
mandato. Un mandato es una obligación
de estricto cumplimiento y su desobediencia
se paga con la culpa. Para mí el judaísmo
no es un mandato sino una herencia, un legado que
pasa de generación en generación;
un legado que uno recibió de sus mayores
para gozarlo y enriquecerlo, y que uno deja
a sus hijos y nietos para que lo disfruten,
lo modifiquen, lo enriquezcan y se enriquezcan
espiritualmente con él.
Yo soy de
los que piensan que el judío
laico tiene el derecho de beber de todas las
fuentes de la multimilenaria creación
de nuestro pueblo. En
un hermoso ensayo acerca del “Ejercicio
judío de la literatura” dice
Santiago Kovadloff que “si somos, como
tantas veces se ha dicho, 'el
pueblo del libro' no es porque lo hayamos
escrito sino porque no cesamos de escribirlo.
El destino más hondo de la Torá es
el Talmud.
El destino más conmovedor del Talmud es
que siendo obra de interpretación,
nació para ser infinitamente interpretado”.
Por eso digo que sólo puede explicarse
por ignorancia o estupidez despreciar el Tanaj o el Talmud, el Zohar o la literatura mística,
lo creado antigua o modernamente en arameo,
hebreo, idish o judezmo. O desestimar aquella
cultura judía que vió la luz
en francés o en inglés,
en castellano o en portugués. Tampoco
creo que exista ninguna razón
para que el judío laico menosprecie
la simbología afectiva de un
Pesaj, de un Shavuot, de un Rosh Hashaná o
de cualquiera de las otras festividades que
integran el año judío y que están
incluídas
en la larga memoria colectiva de nuestras raíces.
Aunque resignificándolas.
Lo que para mí no tiene sentido, como
judío laico, es repetir frases
hechas en las que no creo, párrafos
de los que se ha evaporado, para mí,
todo el encanto evocativo que tenían
para nuestros abuelos. De allí la
necesidad de recrearlos y resignificarlos.
Aunque, claro, con respeto. ¿A
qué me refiero?
Hace unos años, en 1986, participé en
la ciudad de Detroit de un congreso de la
Federación
Internacional por un Judaísmo Laico
y Humanista, que tuvo lugar en una sinagoga
laica... Para una mentalidad latinoamericana
su propuesta sonaba ingenua y burda. Me acordaba
de aquel chiste acerca del hijo del millonario
al que le encargan en la escuela que redacte
una composición acerca de una familia
pobre, y comienza su trabajo escribiendo: “Era
una familia pobre, tan pobre, que su mucamo
era pobre, su chofer era pobre, su jardinero
era pobre, su cocinera era pobre... ”. Esa
versión americana del laicismo tiene
por sede una sinagoga laica, dirigida por un
rabino laico, director de una Ieshivá laica
y autor de un libro de plegarias laico... Resultó una
experiencia extraña el asistir a un
cabalat shabat en esa sinagoga laica y oir,
y leer, unas plegarias y sermones laicos, que
omitían ostensiblemente el nombre de
Dios, y también omitían la conmoción
y la poesía, reemplazándolas
por la ampulosidad y el artificio.
El desafío para el judío laico
es conservar lo poético, lo simbólico,
lo auténtico, lo festivo, y reelaborar
con respeto el ritual. No con un respeto reverencial,
sino con el respeto del conocimiento, la estima
y el amor. Con el mismo respeto con el que
uno toma a la persona que ama, la posee, la
penetra, la modifica, y es penetrado, poseído
y modificado por ella. Unicas condiciones para
tener ese derecho: el conocimiento, la delicadeza,
la creatividad y la ternura. Tanto para poseer
y resignificar a una persona como para hacerlo
con una tradición, una festividad o
un texto que llega a nuestras manos consagrado
por las generaciones.
Algunos se consideran judíos laicos
porque reemplazaron la fe religiosa o la fe
en la revolución por la verdad revelada
del laicismo judío; y del mismo modo
que antes predicaban otros dogmas, hoy bajan
linea como apóstoles de esta nueva verdad
revelada. Pero tal como yo lo entiendo, el
judaísmo laico, por definición,
no tiene dogma ni libreto; asume que el mundo
que nos rodea es un lugar abierto, en permanente
tensión, en permanente discusión,
en permanente cambio. Y el más sensible
a esos cambios, aceptándolos, rechazándolos,
provocándolos, es el judío.
Llevado hasta donde yo creo, el laicismo no
sólo significa no endiosar a Dios. Es
no endiosar tampoco al hombre, ni a una ideología,
ni a una ciencia. No endiosar a Marx, ni a
Lacán, ni a la computadora; no endiosar
una determinada interpretación de la
realidad, ni la de la mayoría ni la
de la minoría. No endiosar tampoco,
por supuesto, al laicismo. No endiosar, siquiera
al ateismo. No endiosar. No ser idólatra.
Romper, como Abraham Avinu, una y otra vez
los ídolos. Respetar el modo de ser,
de pensar, de sentir y de vivir de cada otro.
Y no usar el nombre de Dios en vano. Es decir,
no creerse Dios ni creer que Dios habla por
nuestra boca.
Aquellos
que en Jerusalem arrojan piedras y lastiman
gente en shabat, pero cumplen con las 613 mitzvot,
transforman al shabat en un ídolo
y a sí mismos en dioses que pueden juzgar
y condenar a otro a la lapidación, endiosando
una determinada interpretación de la
Torá. Hablen con ellos y van a demostrarles
que son los ejecutores de los supremos designios
del Dios judío, del que se autoungieron
representantes, lo que les da el derecho de
perseguir a quienes no se ajustan a su peculiar
concepción del “ser judío”.
Tal como sucede aquí con el famoso “ser
argentino”, quienes se arrogan el derecho
de definir el “ser judío” lo
hacen utilizando pautas que, “casualmente”,
coinciden con su propia visión de mundo.
Son autoritarios enamorados de abstracciones
—patria, soberanía, ideología— a
quienes el judío —o el argentino—
vivo, real, concreto, les importa un belín.
Del mismo modo que están fascinados
por unos territorios —llámense Iehuda
y Shomrón o Beagle y Malvinas— por
cuya soberanía abstracta están
dispuestos a sacrificar a miles de muchachos
reales, vivos, concretos. Resulta muy
fácil amar al pueblo judío todo,
tal como resulta muy fácil amar a la
humanidad entera; lo difícil es tolerar
al vecino de al lado, o al judío —o
argentino— que piensa, actúa o es de
un modo diferente. Si tuviesen poder estaría
prohibido pensar distinto que ellos; es decir,
estaría prohibido pensar.
El judaísmo
no es un parque cerrado al que algunos han
llegado ya y otros debemos llegar todavía.
Es un enorme bosque de múltiples senderos
que estamos andando todos, cada cual a su manera.
Es un bosque al que se entra adueñándose
del pasado de la tribu judía, sin autoglorificación
ni autodesprecio; la propia tribu, ni sobrehumana
ni infrahumana, sólo diferente, tal
como cada tribu lo es; con sus luces y sus
sombras, con su conjunto de culturas y tradiciones
vivientes; un bosque fascinante, y andarlo,
vivirlo, ser parte de él es una experiencia única.
Es —como dice Kovadloff— una tarea. Lo
que yo me niego es a considerar esa tarea de
ser judío desde un ángulo pragmático
e instrumental, como una estrategia para que
seamos muchos. A mí no me fascina
el número; me interesan, en cambio,
la intensidad, la calidad, la identificación;
esta tarea de ser judío, precisamente
en lo que tiene de angustiante y fascinante.
Y
tal como yo lo veo, ser laico no es lo opuesto
a ser religioso. Es sí lo opuesto a
ser dogmático. Yo reivindico para mí una
religiosidad, una espiritualidad, que comparto
con muchos observantes auténticos. Alguien
realmente desprovisto de espiritualidad, una
máquina de razonar, es un peligro. La
sola lógica, la coherencia total, la
fascinación por el absoluto, es el nazismo.
Lo cierto es que somos misterio, somos pregunta.
Y ninguna respuesta, ninguna palabra termina
de abarcarnos, de traducirnos. De ahí la
espiritualidad, la religiosidad como reconocimiento
del misterio de la condición humana,
de la condición judía. Precisamente
desde esa religiosidad, que no es fe, y por
respeto a la religión, es que no participo
del ritual religioso en el que no creo. Si
lo hiciera sería una actitud rutinaria
e hipócrita. De ahí la búsqueda
de una palabra propia y colectiva, cargada
de valores y poesía, una palabra judía
plena, que apoyada en la de los mayores, exprese
a nuestra propia generación. Pero
corresponde subrayar que no se puede reelaborar
la palabra judía desde la ignorancia.
Para que no sea una palabra vacía esa
recreación tiene que partir del conocimiento,
del estudio de la historia judía, de
las culturas judías, de las literaturas
judías, de los folklores judíos,
de las lenguas judías. En realidad,
bien miradas, las lenguas judías son
las aguas que contienen en sí todas
las esencias del pluralismo y de la sabiduría
del pueblo judío. Me gustaría
resumirlo con un poema de Arn Lutsky que traduje
del idish hace unos cuántos años:
El pueblo judío
Los
sionistas quieren tener a todos los judíos,
/ los comunistas quieren
tener a todos los judíos, / los
socialistas quieren tener a todos los judíos,
/ los anarquistas quieren tener a todos
los judíos.
/ Todos quieren tener a todos los judíos.
/ Dice el pueblo: / —Despacito...
—Tal como es el mundo, así soy yo— / dice el pueblo. / ¿Cómo
es le mundo? Así: / Un poquito
de tierra, un poquito de agua, / un poquito
de aire, un poquito de fuego; / el resto,
arena.
—Así soy yo —dice el pueblo— /
igual que el mundo. / Un brote de sionismo,
/ una chispa de comunismo, / una gota de
socialismo, / un soplo de anarquismo; / el
resto, arena.
—De todo un poquito —dice el pueblo— / igual que el mundo
así soy
yo. / ¡Ay de un mundo / todo fuego,
todo agua, / todo polvo, todo aire!
Un poquito de ídish, un poquito de
hebreo, / un poquito de religión,
un poquito de librepensamiento;/ el resto,
arena.
El pueblo judío es viejo como
el mundo / y sabio como el mundo.
* * *
Ahora unas palabras sobre eso de ser judío
laico en la Argentina.
Para quienes se consideran laicos en Israel,
el judaísmo constituye una condición
natural. La historia, la geografía y
la lengua que navegan son judías. Las
festividades, el día de descanso semanal
y el ritmo de las estaciones, coinciden también
con el tradicional calendario judío.
Lo que no significa, necesariamente, que el
israelí laico asuma la tarea de ser
judío, tal como nosotros la entendemos.
Pero la pugna más evidente allí es
con quienes, desde la ortodoxia o el nacionalismo,
se arrogan la propiedad del judaísmo,
entendido como una estructura congelada, que
quieren imponer a la sociedad israelí toda.
El caso del judío laico en una comunidad
diaspórica es de una complejidad distinta
de la israelí, difiriendo también
de una comunidad a otra, en función
de las variables de la realidad local. Lo que
relaté antes acerca de la sinagoga laica
de Detroit tiene que ver con una sociedad americana,
con una fuerte tradición pluralista,
que exige de cada uno, para no ser un marginal,
to belong, que pertenezca a. A una mezquita,
a una iglesia o a una sinagoga, así sea
laica, pero que se lo pueda ubicar, clasificar,
definir. Por lo tanto el judío, proclamándose
como tal, no tiene necesidad allí de
legitimar su condición de americano
entero.
El caso argentino es bien diferente: con una
sociedad altamente laica y sofisticada, pero
nada pluralista y marcada por una fuerte preponderancia
católica y autoritaria, ser judío
tuvo aquí desde siempre sus bemoles.
Permítanme que haga un desvío.
Existen muchas maneras de detectar lo que sucede
en una sociedad y una de ellas es el testimonio
de la literatura. Una literatura se expresa
mediante lo que dice y, de un modo no menos
elocuente, también por lo que calla.
Como se trata de un terreno en el que me siento
cómodo, quiero tomar como testigo a
la literatura escrita en idish en la Argentina.
Más allá de ese silencio que
se fue volviendo el protagonista central de
esta literatura a partir de los años
'60, cuando comenzó a ser el territorio
de una población en permanente decrecimiento,
hay un otro silencio, muy significativo, que
acompañó a la literatura idish
en Argentina desde siempre, en el significado
de ese silencio quiero detenerme un momento.
Integrada por numerosos autores, muchos de
ellos de excelente nivel, esta literatura no
registra casi obras verdaderamente representativas
de los momentos más dramáticos
vividos por la judería argentina. Abundan
hermosos textos que cantan a la Argentina,
que exaltan sus bellezas y bondades, idealizándola
e idealizando la experiencia colonizadora.
Abunda también una poesía social,
siguiendo la tónica usual en los años
de la revolución rusa, unida aquí a
la descripción de los conventillos y
de las miserias de los nuevos inmigrantes;
pero los duros enfrentamientos entre los colonos
y la Jewish; el pogrom de la semana trágica
y la tragedia de las muchachas judías
traídas con engaños desde sus
pueblitos natales y forzadas a ejercer la prostitución
en un régimen de esclavitud, son temas
cuya ausencia resulta demasiado llamativa para
no constituir un síntoma de algo.
Para
darle la razón a aquello de que “la
excepción confirma la regla”,
cada uno de estos temas produjo una obra
importante en idish, pero no debe de ser casual
el que recién en los últimos
años hubiesen podido ver la luz en castellano:
Recién en 1984 apareció en español
la obra teatral de Leib Malaj acerca de la
trata de blancas, titulada Ibergus [1];
recién en 1987 apareció la traducción del
dramático testimonio del periodista
Pinie Wald acerca del pogrom de la semana trágica,
Koshmar [2],
y el año pasado acaba de aparecer en
castellano el texto referido a los conflictos
entre los colonos y la JCA: Colonia
Mauricio de
Marcos Alpersohn [3].
Repito: en el tratamiento de esos temas dramáticos
estas tres obras son, en el marco de la literatura
idish argentina, prácticamente la excepción
y, exagerando un poco, “el resto es silencio”. ¿Qué significa
este silencio ominoso? ¿Cómo
se explica? Permítanme arriesgar algunas
hipótesis.
En primer lugar, como dije, Argentina nunca
fue un país pluralista de veras y nunca
consideró, institucionalmente, a los
inmigrantes judíos ni a sus hijos y
nietos totalmente argentinos. Por sólo
brindar un indicador, hasta hoy mismo se mantiene
a la DAIA —ente central del judaísmo
argentino— en el registro de entidades extranjeras... Los
inmigrantes judíos lo percibieron y,
contrariamente a lo que sucede, por ejemplo,
en EEUU, nunca se sintieron suficientemente
legitimados como para referirse con franqueza
a los propios problemas. Sintieron, en cambio,
que lo que se esperaba de ellos eran cantos
de gratitud y de alabanza. Y es lo que escribieron.
Desde ya que esta sensación de ilegitimidad
puede rastrearse no sólo en la literatura
argentina en lengua idish; también una
parte de la primera literatura judía
escrita aquí en castellano responde
a esa exigencia más o menos explícita
de cantarle al país y disimular las
propias fisuras.
Otra razón de aquellos silencios de
la literatura idish, posiblemente sea que los
inmigrantes llegados a estas playas sentían
que habían desembarcado en una América
de segunda y que la “verdadera historia” tenía
lugar en otras partes, en Europa, en EEUU,
en Eretz Israel.
En tercer lugar, es posible pensar que el menosprecio
argentino por la propia historia y la rigidez
a la que condena a sus héroes, hayan
influido también sobre los judíos
argentinos, a punto tal que sus primeros conflictos
quedaron silenciados, incluso a nivel literario,
prácticamente hasta hoy.
De
no ser así —para sólo detenernos
en uno de aquellos libros silenciados— ¿por
qué tuvieron que pasar setenta años
desde su primera edición, en ídish,
y un siglo desde el inicio de la tarea colonizadora
agrícola de la JCA en la Argentina,
para que finalmente pudiese ver la luz en castellano,
de manera completa, Colonia Mauricio,
de Marcos Alpersohn. Es que Alpersohn
es el anti-Gerchunoff; su libro está escrito
con furia; sus protagonistas no son idealizados
“gauchos judíos” sino inmigrantes
de carne y hueso, colonos desgarrados en la
dura lucha con una tierra, con un país
y con una estructura nada piadosos. Y
Alpersohn cometió con su libro una herejía
imperdonable. En una sociedad como la argentina,
en la que los mitos no se tocan —y los
judíos
suelen asimilar ideologías, costumbres
y defectos del medio en el que viven, mucho
más de lo que están dispuestos
a admitirlo— Alpersohn despojó del
bronce al Barón de Hirsch, cuyo retrato
solía ocupar el lugar de los santos
familiares en las casas de los colonos, denunció a
sus representantes —los administradores
y directores—, enfrentó a la organización
creada por él —la JCA—,
y fustigó incluso
al Barón mismo, con palabra afiebrada
y tono profético. Lo que no le impidió,
bajo el impacto de la repentina muerte del
Barón, transformar su discurso en un
desgarrador lamento por la pérdida de
ese padre severo y generoso, colérico
y magnánimo, temido y amado.
¿Qué tiene todo esto que ver
con el hecho de “ser judío laico
en la Argentina”? Además
de todo lo que hace a ser laico y judío
en general, hay dos aspectos propios de esta
sociedad argentina y que, a mi juicio, se dramatizan
bien en aquel silencio del que da testimonio
la literatura idish argentina. La falta de
respeto por el pluralismo y el desprecio por
la propia memoria. Si de lo que se trata es
de conocer y comprender, como judío
argentino, el propio pasado, para incorporarlo
y modificarlo; si de lo que se trata es de
no endiosar y respetar lo otro del otro, estas
tareas son bastante más complejas en
Argentina que en otras diásporas, por
ejemplo la brasileña.
Salvo
honrosas excepciones y algunas tendencias nuevas
que están abriéndose camino,
la comunidad judía organizada, ejerce
un judaísmo burocrático, vacío,
ritual, falto de una dimensión emotiva
y auténtica. Del mismo modo que Buenos
Aires se autodestruye, la comunidad judía
argentina demuele su propia historia, barre
sus fantasmas y deja morir sus leyendas. La
nuestra es una comunidad con la glándula
de la memoria atrofiada que deja que se pierdan
alegremente los testimonios de su pasado.
Sin embargo, aquellos tres libros silenciados
vieron la luz en castellano en esta década.
Ahora, después del proceso militar y
con el desarrollo de la democracia, casi podríamos
decir que el ser judío no sólo
está legitimado sino que está casi
de moda. En el humor televisivo, en la política,
en la literatura. Pero es un judaísmo
superficial, efímero, burocrático;
no ese judaísmo repleto de interrogantes,
intenso, comprometido que, a mi juicio caracteriza
a un verdadero judaísmo laico. Yo intenté expresar
esta manera con el siguiente poema:
Los dueños de las dudas
En la vereda de enfrente
están los dueños de la verdad
escriturada,
los propietarios de la seguridad
del ignorante;
de este lado estamos nosotros,
los dueños de las dudas
sentados a una larga mesa en llamas.
Somos
los que sabemos que no sabemos.
Los que sabemos que no es luz esta claridad,
que este permiso no es la libertad,
que este mendrugo no es le pan
y que no existen una sola realidad
ni una única verdad.
Somos
los hijos de los profetas
pero también hijos de aquellos
a quienes los profetas maldecían;
somos
los que desafinan en los coros de los istas.
Somos
los que confían en la marcha de la
historia
sin darla por sobreentendida.
Escépticos y optimistas,
compartimos el pan de la duda,
sentados a una larga mesa en carne viva.