Sefarad, Sefarad
SEFARAD, SEFARAD.
Palabra mágica
que yo mismo pronuncié a
menudo, incluso preparando una antológica
agenda de textos y proverbios sefardíes,
pero fue la invitación a introducir
un otro concierto como el que disfrutamos esta
noche, lo que me llevó a hurgar en mi
propio tesoro de imágenes para entresacar
aquellas que despierta en mí esta palabra
que es muchos universos en uno.
SEFARAD, SEFARAD.
Puedo distinguir tres momentos clave en mi
relación con este universo. Tres encuentros.
Y un cuarto. El primero se me aparece en cuanto
vuelvo la mirada a las calles de mi infancia.
Enseguida me veo transportado a ese barrio
del Once que no me canso de evocar. Y de nuevo
me veo en aquella, para mí legendaria,
esquina de Lavalle y Azcuénaga, navegando
por aquella Sefarad porteña del barrio
judío, en medio del oleaje viviente
de una feria oriental; me veo entre vendedores
de confituras árabes que proclaman a
los gritos su mercancía, entre transeúntes
de piel cetrina que se detienen a paladear
esos manjares crocantes y almibarados, entre
un hervidero de compradores entrando y saliendo
de sederías, de mercerías, de
tiendas de todo tipo, seguidos por vendedores
que continúan reteniéndolos y
regateando con ellos en la vereda.
SEFARAD, SEFARAD.
La gente allí se entendía a los
gritos en un árabe gutural, en un ídish
repleto de manos, incluso en castellano. Una
marejada de hombres, mujeres y chicos andaba
por la calzada entre los carritos y las bandejas
de los vendedores ambulantes; entre los bocinazos
de los coches y el campanilleo de los tranvías. Pero
no sólo era una fiesta para ojos y oídos;
también la había para el olfato.
Allí estaba el almacén de Helueni,
con su penetrante olor a especias, con sus
boios y burecas, con sus grandes hormas de
sabrosísimo jalvá y sus enormes
bolsas de nueces, almendras o pasas de uva;
con su comino, su pimienta y su canela...
SEFARAD, SEFARAD.
Y en ese barrio
de Buenos Aires no sólo
se festejaban los sentidos. También
había –y hay-- sinagogas con
el almemar en el centro y con plegarias en
un hebreo pronunciado de un modo que me sonaba
entonces totalmente extraño. Los
sábados el ritmo de esas calle decrecía,
pero era durante el Año Nuevo judío
y el Día del Perdón que el barrio
se transformaba, se espiritualizaba envuelto
en un singular silencio, de hombres trajeados,
las cabezas cubiertas con sombreros gardelianos
o solideos, de mujeres vestidas con todas sus
galas...
Pero mi mundo era el ashkenazí. Yo iba
a una sinagoga cercana, donde las plegarias
se cantaban en un hebreo blando, melodioso,
una continuación del ídish:
Beroish hashono iekoseivun
U’biom tsoim kipur iejoseimun...
Así sonaba allí el unesane
toikef, la plegaria que más me
conmovía. Un día entré a
la sinagoga sefaradí, cuando cantaban
esa misma plegaria mía, pero allí sonaba
de un modo muy extraño...
Unesane
toikef era allí unetane tokef;
Beroish
hashono iekoseivun se
pronunciaba allí: Be rosh
hashaná ikatevun;
ubiom
tsoim kipur iejoseimun... se
transformaba en: ubiom tsom kipur iejatemun...
Recién mucho más tarde, cursando
el Seminario para maestros hebreos, me acostumbré al
sonido seco, solemne, sonoro, del hebreo pronunciado
a la sefaradí, y hasta me adueñé de él.
Pero en aquellos años del primer encuentro,
había algo que no terminaba de conciliarse
en mi fantasía. Yo podía imaginarme,
cómodamente, aquel hebreo melodioso,
blando, pueblerino, de los ashkenazíes,
en boca de un ieshive-bójer,
de un estudiante de academia talmúdica,
en boca de un milagroso rabí jasídico;
podía imaginármelo sonando en
la escuela elemental de un shtetl, una aldea
chagalliana o en una sinagoga de Varsovia,
de Odesa, de Lublín, de Vilna. Pero
aquel otro hebreo, el sefaradí, sonoro,
solemne, señorial, no me coincidía
con los sefaradíes que yo veía
a diario por las calles de mi barrio, los tenderos,
los vendedores de sedas y de especias.
SEFARAD, SEFARAD.
Pasaron muchos años hasta que sobrevino
mi segundo encuentro clave con la cultura sefaradí;
recién entonces dí con la respuesta
a aquel interrogante. Ese encuentro fue con
Rafael Cansinos Assens, que como muchos otros
encuentros clave tengo que agradecerle a César
Tiempo. Colaborando con él, a fines
de los años '50, en ese diario judío
porteño de vida tan intensa como efímera,
Amanecer,
me solía encargar Tiempo que reportease
a personajes del país y del exterior.
Así conocí a Luisa Sofovich,
a Manuel Gleizer, a José Rabinovich,
y así comencé a cartearme con
Cansinos.
Don
Rafael Cansinos Assens vivía en
Madrid, respondía a las cartas con su
caligrafía talmúdica y con sus
fórmulas orientales de amistad, pero
era una leyenda. Personaje de estirpe renacentista
y cultura enciclopédica, crítico
literario, traductor de todo Goethe, de todo
Dostoievsky, de todo Balzac, de Las
mil y una noches, de Bialik, de Peretz,
del Talmud y del Corán, sus novelas
y relatos autobiográficos
me brindaron la clave que resolvía aquel
viejo enigma mío. A los sefaradíes
que descubrí en sus obras, a esos esbeltos
judíos españoles suyos, marchando
orgullosos al exilio, podía imaginármelos
perfectamente rezando en aquel hebreo sonoro
y elegante, solemne y metálico, de claras
resonancias españolas.
SEFARAD, SEFARAD.
Las páginas
luminosas de Cansinos estaban recorridas por
españoles que, como él
mismo, estaban desgarrados por el oscuro resplandor
del descubrimiento de la pertenencia a una
noble estirpe expulsada y negada durante siglos
por la España oficial. Decía
Cansinos que la intuición de albergar
en sí una fibra judía que no
habían podido arrancar las inquisiciones
ni los forzados bautismos, les explicaba por
qué “en el fondo de la mayor miseria,
diezmados, desdeñados, repudiados, se
obstinaban en elevar a los aires estandartes
recamados de emblemas suntuosos que, sin embargo,
no podrían justificar... ”.
SEFARAD, SEFARAD.
El tercer encuentro
mío con la cultura
sefaradí es bastante más reciente,
pero no menos conmovedor. Desde hace más
de treinta años vengo dedicando gran
parte de mi tarea literaria a verter al español
textos poéticos y folklóricos
de la cultura ídish, pero en los últimos
años tuve ocasión de organizar
un par de antologías de poesía
y de humor judíos, y fue la oportunidad
para adentrarme en las diversas vertientes
de la creación sefaradí, del
romance al cuento popular, del humor al proverbio.
Y me resultaron fascinantes las similitudes
y las diferencias entre ambos folklores. La
común preocupación por el saber
y por el libro, la misma burla del simple y
del pícaro, sólo que frente a
la peculiar lógica talmúdica
del humor ashkenazí, resaltan el refinamiento
y la sensualidad del texto sefaradí.
SEFARAD, SEFARAD.
Hay todavía un largo cuarto encuentro
que aún intento terminar de comprender.
Yo soy un poeta judío cuya lengua creativa
es el español. ¿Escuchan? EL
ESPAÑOL. Y vengo hablando
todo el tiempo de sefarad en tercera persona.
Escritor judío cuya lengua materna fue, es,
el ídish, y su lengua creativa el español,
a veces creo navegar el español como
una lengua prestada. Yo sigo preguntándome
en qué lengua realmente siento, pienso
y escribo, y a veces hasta sospecho que escribo
traduciéndome todo el tiempo del idish
al español.
SEFARAD, SEFARAD.
Pero ya es hora
de interrumpir estas divagaciones y devolverle
la voz a la canción. Permítanme
hacerlo con un poema escrito por un ashkenazí,
en Israel, en idish. Es uno de los más
hermosos poemas que conozco acerca de los sefaradíes.
Su autor es el poeta Moishe Iungman, yo lo
traduje del idish al español, se titula “Ladino” y
dice así:
Sótanos / donde se habla
ladino; / donde manteles floreados / miran
a través de rejas; /.../ Sótanos
con majestuosidad de señoras / vestidas
de negro, / gatos de angora / y pequeñas
muchachas pálidas / de ojos almendrados.//
Aquí echa raíces un silencio
/ de tiempos de Doña Gracia todavía
/ con relumbres de plata forjada / sobre
un emblema. / Con dedos finos / atesoran
el orgullo / en el arca familiar. / Hombres
de espalda morena / y pecho tatuado / son
aquí, de noche, / después del
trabajo / pequeños de nuevo / y no
se atreven a alzar la voz. / De noche se
sientan alrededor de la lámpara verde
/ tal como estuvieran sentados abuelos y
bisabuelos. / Se habla ladino. / Y llevan
sobre sí / sedosos nombres
/ de flores.
SEFARAD, SEFARAD. |