Los espíritus de Praga

Una ciudad puede ser hermosa o desagradable, interesante o  anodina, siniestra o inocente, pero Praga es algo diferente. Es muchas ciudades en una, intensa, misteriosa, profunda. Una ciudad con torres y fantasmas, recorrida por espíritus del siglo XIV, del siglo XVI, del siglo XX. Por reyes alquimistas y rabinos matemáticos. Por creadores de homúnculos y de marionetas. Por duendes de la historia y de la literatura.

Anduve Praga dos años después de la Revolución de Terciopelo, y los espíritus se veían sueltos, palpitantes. Gente y fantasmas. Los regímenes totalitarios reprimen personas e ideas, pero lo que más temen es a los espíritus. Por ejemplo, a Kafka.

Le preguntamos a nuestra joven guía checa qué sabía de  Kafka. “Que era un poeta judío loco”. Ante nuestro asombro levantó los hombros: “¡Es lo que nos enseñaron en la escuela... !”. Negado por los nacionalistas checos por haber escrito en alemán y por los stalinistas, por judío, a partir de la Revolución de Terciopelo su presencia impregna Praga, tal como Praga impregna su obra. En pleno centro de la ciudad vieja le está dedicada ahora una exposición permanente. Pero además, ¿cómo subir las escaleras que llevan al castillo sin pensar que fueron aquellas que no terminó de ascender nunca el señor K? ¿Y cómo no sentir el espíritu de Kafka a nuestro lado por aquella callecita del castillo, Zlata Úlitze —la calle del oro, la de los alquimistas— cuya puerta con el número 22 corresponde a una pequeña casita en la que Kafka se refugiaba a escribir?  Y qué extraño y conmovedor fue entrar al salón del viejo Ayuntamiento Judío, el mismo en el que 92 años atrás, el 18 de febrero de 1912, presentó Kafka al actor trashumante de lengua idish, Isaac Löwy, diciendo:

Antes que se reciten los primeros versos de los poetas judíos de Europa Oriental quisiera decirles que ustedes entienden mucho más idish de lo que creen. (...) Si permanecen abiertos se encontrarán repentinamente en medio del idish. Y cuando éste se haya adueñado de ustedes —y el idish es todo: palabra, melodía jasídica y el espíritu mismo de este actor judío oriental— ya no recobrarán la calma. Entonces sentirán la verdadera unidad del idish, tan fuerte, que temerán, pero ya no por él sino por ustedes mismos. No se sentirían capaces de soportar solos ese temor si no les infundiese, al mismo tiempo, una confianza en sí mismo que se opone a ese temor y es más fuerte aún. ¡Saboréenlo cuánto puedan! Cuando luego se pierda, mañana o más tarde (cómo podría quedarles grabado en la memoria con una única representación) les deseo que hayan olvidado también el temor. Porque no deseábamos castigarlos.

El Ayuntamiento Judío —la kehilá— está plantado en pleno corazón de lo que queda de la zona más fantasmal de esta ciudad fantástica, el medieval barrio judío de Praga. En  su torre conviven dos dimensiones del tiempo, dos relojes, uno con números romanos y agujas que giran de izquierda a derecha, el otro con letras hebreas y agujas que giran en sentido contrario. A su lado se alza la legendaria Altneuschul, la Vieja-Nueva sinagoga del siglo XIII, la más antigua sinagoga que conserva Europa y la más empapada de leyendas. Pequeña, íntima, sobrecogedora, allí se conserva el sillón del Maharal de Praga, el famoso Rabí Loëw quien, para proteger a su judería, habría creado un Golem insuflando vida a la materia inerte mediante el tetragrámaton, el inefable nombre oculto de Dios.

 

El Golem de Praga

Son infinidad las leyendas que se tejieron alrededor del origen de ese “hombre artificial”.  Si nos detenemos en el recodo donde confluyen historia y leyenda, se torna lógico que el imaginario judío haya necesitado crear a un ser sobrenatural —fuerza física en estado puro— que proteja a los judíos praguenses de las sangrientas calumnias y ataques vandálicos con que los agobiaron curas y reyes. Y resulta coherente con el espíritu judío el que la destrucción del golem se atribuya a que, desprovisto de alma y raciocinio, haya actuado su fuerza bruta al pie de la letra, poniendo en peligro el objetivo para el que fuera creado.

El poeta H. Leivik escribió en 1921 un poema dramático titulado El Golem, a pocos años del triunfo de la Revolución Soviética, ese otro golem  creado para proteger al hombre y cuya violencia llenaba a Leivik a un tiempo de temor y esperanza. Durante su visita a la URSS, en 1925, Leivik fue duramente criticado por este drama, que entendieron una metáfora de la revolución, vista como una fuerza descontrolada que amenaza destruir precisamente lo debe proteger. El Golem era para Leivik una reflexión sobre la violencia física enfrentada a la idea judía del mesianismo; el golem sería algo así como un pre-mesías o un mesías provisional, que intenta lograr por la fuerza aquello que debería nacer como producto del espíritu. Y Leivik creía que, desprovisto de espíritu, ese golem, al menor descuido, podía transformarse en el anti-mesías, como realmente sucedió. Pero esta es otra historia. Aunque tal vez no.

Volviendo al Golem praguense cabe una pregunta: Los judíos sufrieron persecuciones en los cuatro puntos cardinales de la tierra, ¿por qué, entonces, la leyenda del golem creado para protegerlos surge precisamente en Praga? Es singular la impronta dejada sobre esta ciudad por ese extraño rey enamorado de lo sobrenatural, Rodolfo II, que en el siglo XVI atrajo a Praga a una multitud de astrólogos y alquimistas, artistas y eruditos,  soñadores y charlatanes, ansioso como estaba por dominar los secretos de la vida, el tiempo y la materia, los de la eternidad y el oro. Se podrían citar infinidad de ejemplos para mostrar hasta dónde esa búsqueda desorbitada de lo extraño y del dominio de los elementos, impregnó la atmósfera, la literatura, el arte, la vida toda de Praga.  Para sólo mencionar un par de obras literarias vale la pena recordar la novela Unambo de Max Brod —el entrañable amigo de Kafka— que trata de una máquina que, en cada encrucijada, le permite al protagonista andar a un tiempo los dos caminos posibles, vivir simultáneamente las dos alternativas que se le presentan. El otro ejemplo podría ser La guerra de las Salamandras de Karel Çapek, que cuenta acerca de un tiempo en el que la tierra es invadida por esos extraños animales, las salamandras. Este irónico relato —la ironía es otra característica de la cultura checa— se estructura mediante recortes de diario coleccionados mecánicamente por alguien que no sabe qué está reuniendo ni para qué lo hace.

Praga tiene con el Golem, y con lo que éste significa, una relación intensa, visceral. Hasta se llama Pragolem el folleto turístico de bienvenida a esta ciudad, que es también la ciudad de las marionetas; las que se fabrican y venden en tiendas especiales y aquellas otras, hermosísimas y expresivas, que actuaban los filmes de animación de Jiri Trnka.  No por casualidad fue un autor checo, el Karel Çapek que acabamos de mencionar, quien acuñó el término robot en su obra teatral Rur-Robota, estrenada en 1924. Tal vez hasta el famoso Teatro Negro de Praga pueda encontrar el origen de sus juegos fantásticos, protagonizados por las sombras, en ese amor por el misterio y por los duendes de que hacen gala los praguenses.

Dicen que el Maharal amasó su Golem con arcilla y que le dió vida a orillas del cercano río Moldava; dicen que le retiró la vida en la hermética buhardilla de la sinagoga; dicen que esa masa informe de arcilla yace todavía en aquella buhardilla —que según Meyrink y  Borges es circular, sin puertas ni ventanas— y dicen que el fantasma del Golem sigue rondando por el viejo ghetto de Praga, vivo.

 

El viejo ghetto de Praga

Ese viejo ghetto de Praga en realidad ya no existe. Una Ley de Saneamiento de 1893 evaporó sus callejuelas tortuosas y oscuras, arrancó del suelo sus miserables casuchas retorcidas, de ventanas oblicuas y angulosas, de pináculos góticos, apretujadas como las lápidas del cementerio vecino, y también borró a aquellos viejos judíos chagallianos que se deslizaban por esas calles enamoradas del misterio, como salidas de un film expresionista.

¿Qué se hizo entonces de esas mágicas callecitas despegadas de la tierra? Según Kafka “dentro de nosotros siguen viviendo esos rincones oscuros, esos pasadizos misteriosos, esas ventanas ciegas, los sucios patios, las tabernas ruinosas y las posadas cerradas. Hoy paseamos por las amplias calles de la ciudad reconstruida, pero nuestros pasos y miradas son inciertos. Por dentro temblamos todavía, como en las viejas calles de la miseria. Nuestro corazón no sabe nada del saneamiento que hicieron. El viejo e insalubre barrio judío, dentro de nosotros, es más real que la nueva ciudad higiénica que nos rodea. Despiertos caminamos en un sueño: fantasmas, nosotros mismos, de tiempos pasados”.

Del viejo barrio judío hoy sólo quedan en pié, en una especie de conjunto medieval, aquél Ayuntamiento Judío, el viejísimo cementerio y seis sinagogas, cada una con su historia y su encanto particulares: la Vieja-Nueva de 1290, la Alta, la Maisel de 1590, la Pinkas de 1625, la Klausen de 1694 y la Española de 1868. Hoy la Pinkas cobija entre sus paredes el Museo Estatal Judío de Praga y en la Klausen funciona un Memorial por los judíos checos asesinados durante la Shoá.

De ese conjunto, el par de sitios más empapados de mitos y leyendas, son la Altneuschul y el viejo cementerio. Acerca del nacimiento de la Vieja-Nueva sinagoga cuentan, por ejemplo, que fue descubierta por los ancianos de la comunidad cuando excavaron en un punto indicado por un viejo vidente y allí estaba, bajo un montículo, la sinagoga entera, tal como la vemos todavía. Otra leyenda cuenta que los ángeles trasladaron a Praga los restos del destruido Templo de Jerusalem y lo rearmaron con la orden de no cambiarle nunca nada. Y agregan que durante un incendio en el barrio judío, esos ángeles, criaturas llameantes, aparecieron en forma de palomas sobre la techumbre puntiaguda de la sinagoga, protegiéndola del fuego con su presencia.
Lo cierto es que entrar hoy al recinto de este pequeño templo es una experiencia impactante. Allí se respira espiritualidad, eternidad. Un mágico juego de sombras luminosas invita a bajar la voz y a andar en puntas de pié. Y a lo alto, sobre la rugosa textura de los muros desnudos, se ven dibujadas letras hebreas que parecen mensajes cabalísticos escritos en otros siglos para la gente de todos los tiempos. Afuera —hay que buscarla— una conmovedora escultura de Frantisek Bilek nos muestra a Moisés, nuestro maestro, en una postura dramática, poderosa, vuelto también sobre sí mismo.
Si cruzamos la calle, apenas un centenar de metros más allá, palpita el antiquísimo cementerio judío de Praga.  Debido a las estrecheces del ghetto también aquí los judíos yacían apretujados. Iban echando tierra nueva sobre los sepulcros más viejos y en ciertos puntos hay hasta doce capas de tumbas, unas sobre otras. De la tierra sobresale un denso bosque de lápidas inclinadas, como rezando, lápidas cubiertas de letras hebreas y de imágenes —palomas y manos, tijeras y leones, osos y racimos de uvas— simbolizando nombres y profesiones de los cuerpos conmovidos que descansan bajo las piedras. Muchas de esas tumbas deben de ser milagrosas, por lo menos a juzgar por la cantidad de ruegos que en papelitos doblados, judíos y no judíos depositan sobre ellas con una piedrita encima, para que no las vuele el intenso batir de alas. 

 

Huellas judías en la otra Praga

¿Dónde termina la Praga judía? En realidad podemos encontrar señales de la presencia judía dispersas por toda la ciudad. Si hablamos de este siglo podemos seguir las huellas de Kafka, en un recorrido por los lugares testigo de la vida intelectual de toda una generación de creatividad exuberante, que tuvo en común el ser checa y judía, y el expresarse en lengua alemana. Pero en esta ciudad las épocas se superponen todo el tiempo. Así este paseo va a llevarnos por cafés literarios, por calles y plazas, por la Mala Strana, por el Moldava y por Nerudova, pero también al Castillo. Ya mencionamos aquella callecita mágica, Zlata Ulitze, la calle del oro. Cuenta la tradición que fue Rodolfo II quien ubicó en esta callecita de juguete a los alquimistas, que con retortas, matraces y sopletes, con ácidos y fuegos, buscaban la Piedra Filosofal que transformaría el hierro en oro purísimo. Y los concentró allí para vigilarlos, no fuese alguno a dar con la ansiada fórmula escapándose con ella. Esta Callejuela del Oro, de los alquimistas, de los orfebres, se conserva hasta hoy en la periferia del castillo, compuesta por minúsculas habitaciones, que constituyen las casas, pegadas a la muralla que rodea el Foso de los Ciervos. Fue la magia de esta calle la que llevó a Kafka a vivir en ella durante algún tiempo (1916) y a pintar el Castillo de su novela (1922) como un revoltijo de casuchas miserables recostadas unas sobre otras. La pequeña casita donde vivió Kafka lleva el número 22 y ahora está dedicada a recordarlo.
Pero también hay una Praga siniestra. Camino al castillo, el famoso puente Karlova que cruza el Moldava está bordeado por quince esculturas a cada lado; el tercer grupo escultórico de la derecha es un Cristo coronado por una inscripción en letras metálicas hebreas que dicen Kadosh, Kadosh, Kadosh, Adonai Tzevaot (“Santo, Santo, Santo, Señor de los Ejércitos”). Una placa al pie nos explica que fueron los judíos quienes, en el año 1690, pagaron esa escultura que celebra a Jesús, forzados a hacerlo bajo la acusación de haberse burlado de una imagen cristiana. Sí, Praga maravillosa y fascinante; Praga maternal, pero, como escribiera en su diario Kafka —siempre Kafka— “¡esta madre tiene garras!”.

Entrar al castillo implica, entre muchas vivencias sobrecogedoras, pasar frente a las salas que ocupa ahora la presidencia checa, y que son las mismas que ocuparon los nazis cuando la anexión de Checoslovaquia en marzo de 1939. En cierta foto se ve entrando a esas salas, al general nazi Heydrich, que luego moriría en un atentado, vengado por los nazis con la masacre de todos los habitantes, grandes y chicos, de la vecina ciudad de Lídice...

Pero el lugar más siniestro de Praga está a sesenta kilómetros de esta ciudad y se llama Terezín, viejo conjunto militar compuesto por una pequeña fortaleza amurallada, utilizada por los nazis como prisión policial, y una gran fortaleza transformada por ellos en “ghetto modelo”. Basta observar un mapa de la Europa ocupada por los nazis para comprobar que Praga-Terezín está ubicada en el centro mismo del anillo de campos de muerte desplegado por los alemanes. No debe llamar la atención entonces, que la eficiencia alemana haya transformado a Terezín en una suerte de “estación” intermedia en el camino a la masacre, la parada anterior a Auschwitz, una parada “modelo” en la que se podía armar rápidamente una escenografía de “normalidad” cuando las visitas de observadores extranjeros... 

Allí están hoy los edificios vacíos, los árboles, los muros, los museos, los callados testigos del horror. Uno quisiera tomar a las paredes, a los árboles, a los portones y a las escaleras por las solapas, para obligarlos a contar lo que vieron. Pero allí están, mudos, callados, quizás indiferentes. Pero también están los dibujos y los poemas de los chicos de Terezín. Centenares, miles de poemas y dibujos. Y nos hablan, y nos dicen, y nos cuentan. Y comprendemos entonces que si no se incluyen estos pequeños fantasmas, de los niños poetas y pintores de Terezín, entendimos muy poco de los espíritus de Praga.

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