Kroke
Así se dice Cracovia en ídish,
Kroke, y así se llama el conjunto no
judío de música klezmer que por
las noches se presenta ante un auditorio que
ocupa todas las mesas de un cafe plantado en
Kazimierz, el antiguo barrio judío de
aquella ciudad. Bajo viejas fotos familiares,
allí se toma vishnik y se come guefilte
fish, latkes, vareniques, pierogui y otros
manjares judíos de Europa Oriental.
Luego se apagan las luces, se encienden las
siete luminarias de un candelabro y un joven
violín deja oír su conmovedora,
solitaria voz. Imperceptiblemente, salidos
de entre las sombras, otros dos jóvenes,
un acordeón y un contrabajo, se le suman
y el aire se va enjoyando con descarnadas melodías,
alegres tristezas, abrasadoras, de insondable
sabor familiar. Melodías de plata vieja,
de peltre sonoro, emocionado.
Los instrumentos músicos, animales sensibles,
cantan aguas claras, aguas oscuras, se van
por las ramas, dicen todos los dolores del
mundo y sus pequeñas alegrías
en ese ir y venir de los arcos sobre las cuerdas.
Una voz gutural se apodera del aire, acompañado
por el canto de ese extraño pájaro
gitano y judío, el violín, que
acaricia la piel, la tensa y se mete debajo,
diciendo las ruinas luminosas, el entrañable
barro de otra ciudad y de otro tiempo, ayer
nomás y aquí mismo. Invisibles
novios esperan que estalle un freilej, pero
los músicos se dejan llevar por sus
propios recuerdos. Finalmente los ingrávidos
novios reciben lo suyo y pueden salir, tomados
de sus pañuelos, a bailar la alegre
ronda de su antigua memoria por las calles
desiertas, descascaradas, por el medio de esa
vida que fue. Cuando se apaga la música
viva, con solo trasponer la puerta nos envuelve
el asesinado barrio judío, el alguna
vez amurallado Kazimierz, fundado por el rey
Casimiro el Grande en el año 335, el
pequeño vecino del casco antiguo de
Cracovia, hoy integrado a esta ciudad.
Durante mi reciente estada en Cracovia peregriné una
y otra vez por las viejas calles judías
en busca... ¿de qué? De lo que
quedó tras el diluvio. Del elocuente
silencio plegado en esas sinagogas, escenario
de voces y rostros fantasmales de mujeres y
de hombres, de viejos sabios y de chiquitos,
que hoy sólo pueden vislumbrarse cerrando
los ojos. Corrido por un tiempo que pulverizó la
memoria de las piedras, la memoria de los huesos,
el aire guarda apenas un poco del antiguo delirio
místico que solía andar estas
calles legendarias.
Allí está, viva todavía,
la pequeña sinagoga de Ramah, el Rabí Moisés
ben Israel Isserles, “el Maimónides
del judaísmo polaco”, que vivió allí en
el 1500 y cuya obra maestra fue la adaptación
a la tradición ashkenazí, del
código halájico de su coetáneo,
el toledano Josef Caro. Como Caro había
titulado su código “La mesa servida” (Shulján
aruj), Ramah dio por nombre a su adaptación “El
mantel” (Hamapá). En
ese breve templo de la judía calle Szeroka
aún permanece de pie el sillón
del sabio, y al lado, la tierra de un pequeño
cementerio abraza su tumba y las de sus familiares
y discípulos.
Otro personaje que anduvo esas calles fue el
rabí Eliezer ben Eliahu Ashkenazí ha-Rofé (1512-1585),
eminente médico y físico racionalista,
exégeta de los textos sagrados, para
quien todos los elementos irracionales y milagros
que aparecen en la Biblia
Hebrea, se deben
a malentendidos o a errores de copistas inescrupulosos.
Defensor apasionado de la diversidad, para él
Dios ama el pluralismo y cada generación
debe interpretar de nuevo los textos. Otro
sabio cracoviano de esa época, el cabalista
Natán Natá Spira (1585-1633),
autor del clásico de la cabalá ashkenazí Revelador
de ocultas profundidades (Megalé amukot)
sostiene que nadie puede asegurar que determinada
interpretación de los textos es la única
y verdadera, y para demostrarlo transcribe
252 distintas interpretaciones de una porción
del Pentateuco, aquella en la que Moisés
ruega a Dios que le permita entrar a la Tierra
Prometida.
El
mayor monumento del barrio es la medieval Vieja
Sinagoga levantada a mediados del siglo
XV, la sinagoga más antigua de Polonia,
cuyos gruesos muros y contrafuertes le otorgan
el aspecto de una fortaleza. Saqueada por los
nazis durante la Segunda Guerra Mundial, hoy
alberga a la rama Judaica del Museo Histórico
de la ciudad de Cracovia.
Calles de Kazimierz tapizadas
de sabios y leyendas. Allí se alza la
imponente sinagoga Aizik, inaugurada en el
año 1644, acerca de cuyo origen el famoso
rabí jasídico Simja Bunem de
Pshisje solía contar la siguiente historia.
Aizik era un judío pobre y piadoso,
padre de varias hijas casaderas pero sin medios
siquiera para pagar el alquiler, al almacenero
o al maestro de sus hijos más chicos.
De modo que oraba y esperaba algún milagro
que lo sacase de la miseria. Y cierta noche
tuvo un extraño sueño. Se veía
transportado a una lejana ciudad, a un puente
a la sombra de un inmenso palacio y una voz
le decía: “Esto es Praga, este
río es el Moldava y aquel es el Palacio
de los reyes. Observa bien, aquí, bajo
el puente, donde tus pies están posados,
hay un tesoro que te espera, es tuyo, ven y
llévatelo para solucionar todas tus
angustias”.
A la mañana Aizik
se rió de su
sueño y no volvió a acordarse
de él, pero a la noche siguiente, apenas
cerró los ojos, la misma visión
se apoderó de su espíritu y la
misma voz le dijo en tono de reproche: “Pides
ayuda y cuando te la ofrecen no vas a buscarla... ”.
Aizik despertó desconcertado: ¿Irse
de Cracovia a Praga? No conocía a nadie
allí, además era un viaje demasiado
caro y no tenía dinero, e incluso si
lo consiguiese tenía cosas mucho más
urgentes que pagar. De modo que entre los sueños
y las plegarias volvió a elegir las
plegarias, incluso agregando una para conjurar
falsos sueños. Pero a la tercera noche
se repitió el sueño y aquella
voz que le decía: “¿Cómo? ¿Aún
no has partido?”. Entre irritado e intrigado
decidió obedecer y se puso en camino,
a pie. Fue después de andar varias semanas
que finalmente llegó a Praga, muerto
de cansancio, hambre y sueño, y reconoció el
río, el palacio, el puente y debajo,
ese sitio ya familiar. ¿Y si probara
excavar? ¿Qué podía perder?
Pero el puente estaba custodiado. Indeciso
comenzó a rondar hasta que los guardias
lo notaron, y acusándolo de espionaje
lo llevaron ante su capitán. Aizik,
seguro de que el oficial lo haría fusilar
optó por contarle la verdad, y para
su asombro, al oír su relato el capitán
estalló en carcajadas. “¿Y
es por eso que viniste desde tan lejos? Tal
como me ves, si yo fuese tan estúpido
como tú y diese crédito a las
voces, estaría en este momento en Cracovia.
Figúrate que desde hace semanas una
voz me dice en sueños: ‘Un tesoro
te espera bajo el horno de la casa de un judío
de Cracovia llamado Aizik’. Pero yo sé que
la mitad de los judíos de allá se
llaman Aizik y que todos tienen hornos. ¿Me
ves yendo de casa en casa y demoliendo los
hornos, en busca de un tesoro inexistente?”.
Puesto en libertad, Aizik se apresuró a
volver a su casa. Allí desplazó el
horno y por supuesto encontró el tesoro
prometido. Con él pagó sus deudas,
casó a
sus hijas e hizo construir la hermosa sinagoga
de Kazimierz que lleva su nombre, Aizik.
Recordaba este relato jasídico de fines
del 1700, cuya moraleja —el tesoro, el tuyo,
sólo puedes encontrarlo en ti mismo,
en tu propia casa, no en otra parte— recuerda
la de El pájaro azul de
Maeterlinck, recordaba este relato, digo, visitando
esa conmovedora sinagoga Aizik, enorme, vacía,
desmantelada por los nazis. Aquí y allá figuras
planas de orantes de madera de tamaño
natural recuerdan a quienes solían llenar
el templo en otros tiempos, y un gran nicho
en el muro oriental, con los ladrillos rotos
a la vista, marca el sitio en el que estaba
el arca sagrada, con los rollos de la Ley.
Allí, durante mi visita, en una oscura
sala de esa sinagoga, se proyectaba un video
documental mostrando la deportación
de los judíos de ese barrio. Imágenes
silenciosas, gritos inaudibles de objetos abandonados,
edredones calientes todavía, almohadas
con las huellas de las cabezas, mesas servidas,
platos a medio consumir, ollas que aún
despedían un tenue vapor, mudas huellas
del pogrom nazi. Y a continuación imágenes
de la mudanza sin destino de los pocos bienes
de la miseria, en carros, cochecitos, cunas,
escolares marchando en fila india, cada uno
con una silla sobre su cabeza, calles enteras
de rostros doloridos, desconcertados, cruzando
el puente sobre el Vístula, hacia el
ghetto. Multitud de kafkas de todas las edades,
mujeres, bebés, nenas, hombres, muchachas,
inválidos, viejos. Kafkas trágicos,
sensibles, condenados por nada a la nada.
Luego, sombras vivas en la pantalla, mujeres
cosiendo a máquina, echando miradas
furtivas, incluso sonrientes, a la cámara,
todas con su blanquinegra estrella amarilla
cosida a la blusa, a la manga. Y extrañamente,
al lado de la pantalla, desde la penumbra,
una bandera de Israel con su estrella judía
en el centro, cobra una luminosidad inusitada.
Cuando salgo de la sinagoga allí están,
las mismas calles empedradas de muro a muro,
el mismo puente testigo, el mismo barrio judío,
poblado hoy a pleno día de sombras y
fantasmas.
Las vidrieras de Cracovia ofrecen
a los turistas muñecos de madera artesanales:
Viejos judíos barbados, de largos caftanes
negros y negros sombreros ortodoxos, sosteniendo
en sus manos tristes violines y contrabajos.
Y a su lado una multitud de muñecos
de campesinos polacos, borrachos de color...
“Había
tan poco, ¿cómo es que quedó tanto?”
El
poeta ídish americano
Iankev Glatshtein (1896-1971) tal vez haya
sido quien lo expresó de manera más
elocuente: “Había
tan poco, ¿cómo es que quedó tanto?”.
Comparaba
así la enorme pobreza material en
que estaban sumidas las juderías de
Europa Oriental, con el increíble
tesoro cultural y espiritual que crearon. ¿Qué se
hizo de él tras la Shoá?
Una parte de ese tesoro —ideas,
libros, expresiones artísticas— logró salvarse
cruzando las fronteras antes de la hecatombe.
Otra parte, la atada a la tierra, corrió diferentes
suertes, como la de las hermosísimas
sinagogas de madera, otrora orgullo de numerosos
shtetlej, que fueran totalmente consumidas
por las llamas; o la triste suerte de calles,
barrios o villorrios judíos, ocupados
o arrasados durante los años ’40,
sin preservar huella alguna de su intenso
pasado judío. Pero por otra parte
hay ciudades y aldeas de Europa Oriental,
como el Kazimierz de Cracovia, que no sólo
conservan y protegen algunos de los escenarios
donde bullía vida judía hasta
el Holocausto, sino que incluso organizan
museos y festivales a propósito de
un mundo judío evaporado.
Precisamente acaba de aparecer un libro titulado Virtually Jewish:
Reinventing Jewish Culture
in Europe [1]. Su
autora, Ruth Ellen Gruber, recorre en ese
libro el extraño fenómeno que
está teniendo lugar en gran parte
de los sitios de Europa Oriental en los que,
antes de la Shoá, hervía una
desbordante vida judía. Es que sorprende
la creciente curiosidad, rayana en fascinación,
que manifiesta gente no judía, artistas,
académicos y gente común, por
la cultura (con un acento especial en la
música klezmer) y por las huellas
físicas que no alcanzaron a borrar
los nazis ni sus socios polacos, lituanos,
rumanos, húngaros. La estruendosa
ausencia de las viejas juderías es
una suerte de dramático y apasionante
agujero negro al que muchos pugnan por asomarse.
Y así proliferan, como lo señala
Ellen Gruber, sitios en los que se reinventa
el pasado judío, a veces de buena
fe y otras para lucrar con la memoria asesinada,
aunque la realidad es bastante más
compleja y menos lineal de lo que podría
pensarse. Y uno de los componentes no menores
de esa complejidad es el actual crecimiento
de la población judía en ese
país.
Hace
veinticinco años, en 1977, aparecía
en Estados Unidos un libro titulado Judíos
polacos: el último capítulo [2].
Su tapa mostraba un anciano entre lápidas
judías, y su interior reproducía
los rostros de quienes su autor consideraba
los últimos judíos de Polonia,
aquellos que clausuraban ese capítulo
de la historia judía. Pero sucede
que veinte años más tarde,
en 1998, el Instituto jerosolimitano del
World Jewish Congress agregaba un signo de
interrogación al título de
aquel libro en una otra publicación
titulada Judíos polacos: ¿Posdata
al “Último capítulo”? [3]
y esta vez su tapa muestra chicos judíos
en una escuela judía de la Varsovia
actual.
Hay
algo moviéndose en el aire. Algo
ambiguo, siendo el sitio más ambiguo
Polonia, país que estuviera sembrado
de pueblitos judíos hasta la Segunda
Guerra Mundial. Andar Polonia hoy, sumergirse
hoy en aquellos escenarios de inquietante
presencia y ausencia judía, constituye
una vivencia conmovedora, perturbadora, extraña.
____________
1. Gruber, Ruth Ellen. Virtually
Jewish: Reinventing Jewish Culture in Europe,
University of California, USA, 2002, 338 pp.
2.
Vinecour, Earl (text) & Fishman,
Chuck (photographs). Polish
Jews: The Final Chapter, McGraw-Hill
Book Company, NY, 1977, 122 pp.
3.
Weinbaum, Laurence. Polish
Jews: A Postscript to the “Final
Chapter”?,
Institute of the World Jewish Congress, Jerusalem,
1998, 54 pp.