Kadish por nuestra casa
Texto de Eliahu Toker acerca del edificio de la Comunidad Judía de Buenos Aires destruido por el atentado del 18 de julio de 1994. Este texto forma parte del libro Sus nombres y sus rostros.

Salí,  cerré la puerta
y no se me ocurrió que  desaparecería
de inmediato
y con la puerta la casa entera;
no se me ocurrió
que un edificio  tan fácilmente podía desatarse
y desparramar 
sus muros y cristales;
no se me ocurrió que en un instante podía
consumirse
todo lo que levantó el hombre
todo lo que
entibiaron sus manos...
—Rojl Boimvol (1942)

La memoria de una comunidad no sólo está hecha de fotos, testimonios y documentos, libros y obras de arte; está integrada también por lugares testigo, por paredes impregnadas de gente y de hechos; por ámbitos irreemplazables donde el recuerdo y la imaginación pueden evocar trozos de historia viva. En la catástrofe del 18 de julio de 1994 no sólo sucumbieron personas insustituibles; ese día también fue asesinado un edificio. Y tal como se recita una oración fúnebre por la gente desaparecida, habría que pronunciar un kadish, un requiem, por los espacios, por las atmósferas, por las sombras y los fantasmas que habitaban las salas, que andaban los pasillos de Pasteur 633, esa casa nuestra que en agosto de 1995 hubiese cumplido 50 años.

Cuando a los veinte minutos de ocurrida, me enteré de la catástrofe, reviví el impacto que me produjo la muerte de mi padre. Me asaltaron el mismo estupor, la misma incredulidad, el mismo dolor físico, la misma furia, la misma orfandad, el mismo luto.

Y tal como tras la muerte de mi padre, durante mucho tiempo seguí andando con él por las calles, vuelvo ahora, una y otra vez, a cada rincón de esa casa intensamente mía y de todos; recorro a paso lento habitaciones, salas,  escaleras, pasillos y salones, que ya son sólo polvo y humo.

Y en la primera imagen que se me aparece ante los ojos me veo adolescente, recién celebrado mi bar mitzvá, en medio de un gentío que cubre la calle Pasteur entre bailes y banderas, ante ese edificio. Es mayo de 1948 y acaba de nacer Israel. El frente iluminado y embanderado participa de la fiesta.

La imagen siguiente me lleva al segundo piso de esa casa, al Seminario de Maestros Hebreos, donde ingresé también en el '48 y estudié durante siete años bajo la dirección del inolvidable maestro José Mendelsohn. Alguna vez lo recordé en unos versos:

A los nuevos nos exorcisaban
en el Seminario de Maestros
Judíos
con el ceño nublado del director
a quien
habíamos descubierto ya
recorriendo absorto los pasillos.

Después de ya no sé qué travesura
cierto profesor, entonces para mi un asesino
me condenó sin más al sacrificio
de cruzar el corredor desierto hasta la sala
donde el director me aplicaría el castigo.

Con paso inseguro entré al lugar temido
donde me encontré ante una sonrisa enorme
que me tomó del hombro, averiguó mi crimen
y me regañó con una mirada estrábica
desconcertantemente cargada de cariño.

Pero no sólo Mendelsohn; a golpes de recuerdo entro y salgo de las aulas y los veo dándonos clase, cada uno con su estilo, Susterovich, Daijovsky, Vainshtein, Plotnik, Grinboim, sonrientes unos, severos otros, pero mucho de lo poco que sé, se lo debo a ellos, a estos maestros cuyo recuerdo continuaba andando por el segundo piso.

En el cuarto piso estaba el Departamento de Juventud, donde trabajé años más tarde con el profesor Lázaro Schallman, pero yo me veo conversando durante horas con el viejo Boruj Haguer, encargado del archivo de prensa que ocupaba la habitación de al lado. Hombre meticuloso y gran prosista en lengua ídish, Haguer, de quien me volví hijo y alumno, era también el encargado de organizar y comandar el Mes del Libro Judío. Tomado del recuerdo, recorro de nuevo esa esperada fiesta que se repetía año a año en el hall de la planta baja de Pasteur, feria literaria de suculentas góndolas cubiertas de libros y generoso programa cultural. Con su irónica sonrisa solía comentar Haguer que quienes cuidaban las puertas de esa feria no lo hacían para evitar que roben libros. “¿Quién va a robarse un libro judío?”, decía. “Lo que cuidan en realidad es men zol nit untervarfn kain bijer, que nadie se deshaga de sus libros tirándolos adentro... ”.

Y ya en el hall de la planta baja de Pasteur 633, cómo no entrar a la sala de actos a escuchar a los grandes escritores de lengua ídish que solían ser invitados a Buenos Aires, como Glatshtein, Sútzkever, Opatoshu o Bashevis; o a los actores que como Grosbard, Ben Ami o Buloff, brindaban allí recitales populares.

En esta desordenada evocación de sombras apenas me detengo a despertar fantasmas en el primer piso de AMIA. Allí me asaltan recuerdos mezclados. Fue allí donde abordé el sepelio de mi madre, el de mi hermana mayor, el de mi padre, y donde estuve tantas veces acompañando a amigos y a familiares de duelo. Pero también fue allí, en el otro extremo de ese mismo piso, donde pasé tantas mañanas imaginando proyectos de cultura. 

Tampoco me detengo demasiado ahora en las salas del quinto piso, aunque cómo olvidar las tensas asambleas en la DAIA durante el caso Sirota o ayer nomás, después del atentado a la Embajada. Pero me llaman de manera irresistible los muros del tercer piso, a los que me unen lazos viscerales. La biblioteca del IWO, su repositorio de la memoria judía argentina, eran, son, parte de mí: una continuación de mi mesa de trabajo, la sala mayor de mi biblioteca.  Recuerdo claramente dónde está --dónde estaba-- cada volumen de la sala de consulta, cada libro de arte, cada enciclopedia; de memoria sigo tomando libros ausentes y volviéndolos a estanterías que ya no existen...

El terreno que quedó baldío al seiscientos de la calle Pasteur, es muchas tumbas en una. Y entre las víctimas cubiertas allí por tierra y polvo, no están entre las menores la multitud de atmósferas, ámbitos y espíritus, sin los cuales se ahonda la indigencia de nuestra memoria.

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