Escribir poesía, traducir
poesía
Asociación Psicoanalítica
Argentina,
27 de mayo 1993
Permítanme comenzar confesando
que preparar mi participación para esta
mesa me resultó inquietante, grato y
extraño a un tiempo. Inquietante y grato
por el prestigio de esta casa; extraño
porque se trata de un ámbito en el que
imperan la erudición y el análisis,
mientras que mi dominio no es el de la teoría
sino el de la experiencia; yo no soy un estudioso
de la escritura sino un escritor, y es desde
ese lugar que puedo hacer mi contribución
a este panel.
Como les decía, el tema de la escritura
resuena en mí desde la experiencia de
la escritura misma, y lo hace por dos caminos
que se alimentan entre sí: el de escribir
poesía y el de traducir poesía.
Dos experiencias signadas por un violento y
amoroso forcejeo con la materia de la palabra,
el forcejeo del patriarca Jacob con el ángel
para que lo bendiga.
Desde
hace muchos años y muchos libros
vengo haciendo eso de escribir poesía;
sin embargo me cuesta todavía presentarme
como poeta. Alguna vez estudié arquitectura,
y ejercí la profesión durante
unos veinte años, pero aunque la abandoné hace
más de un decenio no tengo empacho en
reconocerme como arquitecto. Un título
universitario me avala. Pero ¿poeta?
La poesía me sucede, escribe a través
de mí, pero no siempre me encuentra
permeable para atravesarme y hacerse palabra,
hacerse escritura. Tengo iluminaciones pero
no soy un iluminado. Alguna vez lo dije así:
No soy el gran poeta del salto
planetario / o la palabra oceánica.
/ Soy el
pequeño artesano / que sigue, alumbrado
por su verso, / el calor de su propia angustia
/ o el recorrido pluvial de la ternura /
sobre el reverso de su piel. // Soy el oído
desplegado sobre sí mismo
/ desde el
paladar hasta la planta de sus pies / descifrando
pausada, tensamente, / la oscura línea
de fractura / entre sueño
y piel.
Salvo cuando una conmoción
extraordinaria da a luz de un tirón
un poema que no permite que le corrijan una
coma, --me sucedió alguna vez bajo impacto
de cierta muerte imposible-- salvo ese caso,
mis poemas se construyen por oleadas, a partir
de una suerte de iluminación, que rescata
de las tinieblas un resquicio en el misterio
que me constituye, o brinda volumen a una inesperada
relación conmovedora con algo que me
rodea o me sucede. Entonces, en una especie
de sueño a ojo abierto, en una sobria
borrachera de imágenes y palabras, la
pluma se vuelve una prolongación del
brazo, del cuerpo y comienza a balbucear sobre
el papel un texto, a menudo informe, mientras
uno, inclinado sobre sí mismo, se observa
escribir, en un extraño desdoblamiento.
Uno escribe a veces gozosa, torrencialmente,
y a veces con la oscura sensación de
andar territorios peligrosos, arrancándose
palabras del silencio y las tinieblas, haciendo
equilibrio sobre el borde mismo de lo absoluto
y la locura. Cuando ese momento concluye uno
encuentra sobre el papel un material recién
nacido, palpitante, retazos palabreros de un
sueño, demasiado empapados todavía
de uno mismo como para juzgarlo, como para
corregirlo.
Aprendí a olvidar prolijamente ese sedimento
rico e informe hasta que se enfría.
Recién entonces lo puedo retomar, y
discriminar con sentido crítico qué palabras,
qué imágenes no perdieron la
conmoción original y siguen vivas. Allí comienza
una otra manera de la creatividad, la verdadera
aventura de construir el poema, suerte de montaje
poético con algo de sueño conducido,
y por herramientas la intuición en una
mano y el oficio en la otra. El objetivo a
lograr es un poema que provoque, por resonancia
una conmoción similar a la de aquella
iluminación primera. Para lograrlo uno
vuelve y vuelve a pulir el texto, afinando
la sonoridad y desbrozando el follaje palabrero
para que, con las palabras más sencillas
resplandezca al trasluz la idea poética,
el descubrimiento a compartir. Un pequeño
ejemplo:
La pesada plancha
y la tijera de sastre / tenían la
forma de las manos de mi padre. / El día
y la noche, el dinero y la miseria / tenían
la forma de las manos de mi padre. / La bronca
y la dicha, el poder y la vergüenza
/ tenían la forma de las manos de
mi padre. / El frío y la sombra, el
llanto y la esperanza / tenían la
forma de las manos de mi padre. / La mesa
y la casa, la risa y la tristeza / tenían
la forma de las manos de mi padre. / Cuando
salí a la calle y me miré las
manos / tenían la forma
de las manos de mi padre.
Mi padre tenía unas hermosas
manos y este poema nació como una simple
evocación poética de su mundo,
a partir de un verso que se me fue imponiendo
por su propia cadencia:
TENÍAN LA FORMA DE LAS MANOS DE
MI PADRE.
Al
ir construyendo el poema se me impuso por su
propio peso y para mi propia sorpresa ese último
par de versos que resignifican todos los demás
y sin los cuales el poema no existe:
CUANDO SALÍ A LA CALLE Y ME MIRÉ LAS MANOS
TENÍAN LA FORMA DE LAS MANOS DE MI PADRE.
Yo que tanto quería diferenciarme de él,
que creía haberlo logrado, era puesto
por ese verso frente a un espejo desde el que
yo me miraba con su rostro; un espejo al que
no podía desmentir.
* * *
Mi otra experiencia
con la escritura, tan imposible y no menos
apasionante que hacer poesía es traducirla. Si
escribirla es protagonizar un sueño
a ojo abierto, traducir poesía es intentar traicionarla
honrada, respetuosamente.
¿La Torre de Babel fue una bendición o una maldición? ¿Si
existiese una sola lengua en el mundo nos entenderíamos mejor? Lo dudo.
Lo que no dudo es que seríamos más
pobres. Empezando por los traductores.
Traducir poesía. Uno sabe que traducir
un poema es una tarea imposible; que
en el mejor de los casos, lo que se logra es
un otro poema con resonancias poéticas
similares; uno sabe que en el trayecto de una
a otra lengua van a perderse partes sustanciales
del texto original. Sin embargo decide hacerlo,
precisamente por lo que tiene de desafío
y por la profunda necesidad de compartir con
la gente de su lengua materna, descubrimientos
poéticos cosechados en una otra lengua
de uno.
Yo pienso que sólo se tiene derecho
a meter las manos en las entrañas vivas
de un poema, a desarmarlo y volverlo a armar
en otro idioma, si se está movido por
el amor por ese texto; si la traición
a conciencia que se va a cometer está mitigada
por la honradez y el respeto. Y por el oficio,
ya que traducir un poema es una tarea creativa
equiparable a la de escribir uno, y a menudo
mucho más compleja todavía. No
existe, por lo tanto, ninguna razón
para pensar que quien no tiene el don de escribir
poesía pueda traducirla, salvo de un
modo mecánico, prosaico y literal.
Un poema nace embebido en el
líquido amniótico de una determinada
cultura, y constituye una unidad indisoluble
con el idioma en el que está escrito,
idioma del que toma el ritmo y la cadencia;
del que toma las ambigüedades y sobreentendidos
que enriquecen cada una de las palabras que
constituyen ese texto. Traducirlo a otra lengua,
implica desarmarlo y volverlo a armar en otro
universo de significados; implica corporizarlo
en palabras empapadas en las aguas de otra
cultura, con sobreentendidos distintos y ambigüedades
diferentes; implica transcrearlo,
para utilizar la feliz expresión del
poeta brasileño Haroldo de Campos.
Cuando me siento a traducir un
poema, tengo que saber qué estoy
dispuesto a perder, y qué no,
del texto original; qué cosa
de ese poema quiero trasvasar de la lengua
original a la lengua huésped. En mi
caso, lo que me propongo transcrear, es lo
poético del poema, aquel quiebre, aquel
fascinante traspié del discurso que
nos descoloca, que nos dispara a una otra visión
de lo que somos, de lo que nos rodea. Y para
hacerlo me resigno, a sabiendas a perder rima,
métrica y musicalidad del original,
mucho más atadas a la sonoridad propia
de cada idioma, incorporándole una otra
musicalidad, propia del idioma huésped,
en mi caso el español.
Este acto de traducir poesía tiene además,
para mi, una connotación adicional.
Yo traduzco del ídish, una lengua sin
territorio, una lengua que nunca tuvo estado,
policía ni ejército que la hablasen;
una lengua maternal, íntima, --al pasar
del español al ídish uno baja
la voz--; una lengua que va despoblándose
por un proceso desatado por la masacre que
en los años '40 destruyó a la
principal judería ídish-parlante,
la de Europa Oriental; una lengua con una enorme
literatura de primerísimo nivel, prácticamente
desconocida hoy fuera del ámbito de
los enamorados del ídish y de sus estudiosos.
No es que la lengua ídish esté muerta;
está moribunda; y para la tradición
judía existe una gran distancia entre
estar moribunda y estar muerta. Sin embargo
me acompaña la extraña sensación de
ser el último traductor de poesía
del ídish al español; el último
que forcejea con sus poemas, imagen a imagen,
palabra a palabra, con prepotencia y delicadeza,
para pasarlos de un idioma querido a otro idioma
querido.
Volviendo a lo nuestro: Traducir
es una posibilidad fascinante de intimar con
las palabras de una lengua; seguir el camino
creativo, dramático, que recorrió cada
término hasta recalar en nuestra boca
colectiva. Además, traducir es interpretar,
y toda traducción es un comentario.
El traductor no es alguien transparente; está atado
a una época, a un medio, a una ideología.
Si cada palabra, cada expresión de una
lengua tiene el don de la ambigüedad,
si posee múltiples significados, matices
y evocaciones, en este juego sutil de la transcreación,
el traductor privilegia, del abanico de significados
de las palabras del texto original un matiz,
para escoger luego de la lengua huésped
palabras, uno de cuyos matices supone expresan
aquel que pretende traducir. Interpretación
pura, subjetiva, palabra a palabra, verso a
verso. Y sin embargo, a veces, se logra que
la traición al texto original sea soportable,
que se reconozca el poema y que no se evapore
la poesía. Incluso se logra a veces
que, al leerlo, no se produzca ese ruido propio
de las traducciones.
Traducir es interpretar. En última
instancia, todos estamos traduciendo e interpretando
todo el tiempo incluso en nuestra propia lengua.
Hablar es traducir lo que pensamos o sentimos
a las palabras que compartimos con quienes
nos rodean. Y si el que habla cree traducirse
mediante esas palabras, el que lo escucha cree
entenderlo, interpretándolo según
sus propios parámetros. La menor mirada,
el menor contacto, la mínima entonación,
todo es máscara y transparencia, todo
es texto y traducción, interpretación.
Metáforas, que intercambiamos mediante
la sutil materia de la voz o de la tinta, en
el límite del misterio que somos. Y
la tarea del poeta es la de andar delicadamente
sobre el filo de la transparencia sin caer
en ella; sosteniendo el escándalo de
la ambigüedad, de la intuición,
de la ternura, de lo que verdaderamente nos
preocupa, nos conmueve, este enigma que nos
constituye, un espanto y una belleza insoportables.
Para decirlo con las palabras del arquitecto
americano Louis H. Sullivan:
Uno no ve nada, en cuyo caso
está satisfecho.
Pero una vez que uno ha penetrado bajo la
superficie
uno ve tanto que se asombra;
luego ve un poco más y se desconcierta;
otro poco aún, y se asusta,
otro poco más y se enamora apasionadamente;
otro poco más y se llega a un estado
morboso.
Más allá no sé qué sucede,
no he ido más lejos.