Acerca del reconocimiento
que me brindó el IWO el de agosto de 1999
Cuando Abraham Lichtenboim
me pidió que agende la reunión
de esta noche y me explicó a qué y
a quién se proponían dedicarla,
agregó textualmente: “Tratá de
venir, pero te informo que ese homenaje va
a hacerse de todos modos, vengas o no”.
Como estoy en familia y entre amigos puedo confesarles
que anduve de la perplejidad al pavor y del
rechazo a la gratitud. Finalmente primó la gratitud, sobre todo cuando
supe a quiénes había
invitado el IWO para que me abrazaran con sus
palabras. Y cuando hice las paces dentro mío con el significado de la
reunión de esta noche, precisamente
en este sitio y rodeado de quienes estoy rodeado,
comenzaron a surgir en mí imágenes
y recuerdos de gentes y de lugares .
Por ejemplo, no puedo olvidar
que la última
vez que hablé en el IWO fue tres semanas
antes de que se volviese polvo y humo. El sábado
25 de junio de 1994 di una charla sobre Jevel
Katz, en una sala que se levantaba aquí arriba
mismo, en un tercer piso repleto de queridos
fantasmas que ahora sólo habitan nuestra
memoria. En el Kadish que dediqué al
viejo edificio que ocupaba este espacio donde
estamos ahora, yo decía acerca del IWO
que “su biblioteca era
una continuación de mi mesa de trabajo,
la sala mayor de mi biblioteca. Todavía
recuerdo claramente dónde está,
dónde estaba —decía— cada
volumen de la sala de consulta, cada libro
de arte, cada enciclopedia; y todavía
sigo tomando de memoria libros ausentes y volviéndolos
a estanterías que ya no existen... ”. Esperemos
volver a contar pronto con la tan indispensable
para tantos de nosotros, actualizada biblioteca
central judía argentina.
Juan Gelman dijo en un Encuentro
de Escritores judíos, que uno pasa del
vientre materno a la lengua materna. Mi lengua
materna fue, es, el ídish. Durante una época,
hace mucho, Abraham Lichtenboim, Itsjok Niborski,
Iacov Lerman, Abraham Platkin, Moishe Kijak
y yo, nos reuníamos cada tanto sencillamente
a disfrutar hablando en ídish o acerca
del ídish, e imaginando fantásticos
proyectos que tuvimos la prudencia de no intentar
llevar nunca a la práctica.
Dos de aquellas seis personas ya no están
y una vive en París,
pero el ídish sigue siendo una lengua
moribunda de envidiable vitalidad, que durante
muchos años todavía va a seguir
defraudando a los sepultureros. Creo que la
suerte mayor de mi trabajo literario es haber
tenido la oportunidad y el privilegio
de traducir al español a un grupo
de enormes poetas de lengua ídish, y
si me apuran un poco voy a confesarles que
de todo lo que hice, la obra de la de la que
estoy más orgulloso
es aquella con cuya traducción más
sufrí y disfruté.
Me refiero a ese extenso poema, “El canto
del Pueblo judío asesinado” (Dos
lid funem oisgueharguetn ídishn folk)
de
Itzjok Katsenelson, compuesto por quince
capítulos de quince estrofas cada
uno, poema en el que conviven de manera extraña
una honda belleza expresiva y un dolor insoportable.
Durante seis años estuve sumergido
en ese texto, traduciéndolo
y corrigiendo la traducción. Y si no
fuese por Mois y Berta Zeitune que decidieron
publicarlo, estaría corrigiéndolo
todavía.
Yo me creo, ante todo, un empedernido
trabajador palabrero, y entiendo que la asombrosa
reunión
de esta noche responde al asombro que provoca
este empecinado modo que tengo de seguir produciendo
libros judíos, haciendo muestras, confeccionando
traducciones, organizando antologías,
editando obras, escribiendo poesía.
Creo que en el reconocimiento que se me brinda
habría que incluir a unos cuantos más;
algunos me acompañan en esta mesa, otros
están en la sala, y
otros todavía siguen a mi lado aunque
ya no están.
Un poeta suele ser una persona
que trabaja a solas y yo, efectivamente, me
considero un hombre solitario. Pero a
poco de echar una mirada atrás, a la
cantidad de cosas que logré hacer,
compruebo que soy un solitario muy acompañado,
un solitario que se siente a gusto trabajando
en compañía. En una decena de
libros establecimos con Ester Gurevich un diálogo
entre dibujo y poesía; con Patricia
Finzi y Moacyr Scliar confluimos desde diferentes
sitios en antologías
de humor judío. Con Abraham Platkin
compartimos largas horas dedicados a traducir
el Pirké Avot (Las
máximas de los
maestros), trenzándonos en empecinadas
discusiones acerca del sabor y sonido de cada
palabra y acerca de la precisión con
que traducía
o no al español, un término del
original talmúdico. Él
esgrimía la inagotable artillería
de su erudición; yo,
la armonía y el sentido poético
de la frase, y cada encuentro con él
era una batalla y era una fiesta.
Algo similar me pasaba con Don
Máximo
Yagupsky. Con él tuve la oportunidad
de discutir su versión del Bereshit,
del Génesis. Enamorado de los clásicos
españoles, su idioma
era demasiado castizo y arcaico para mi gusto,
postura que yo defendía
con insistencia frente a los nada endebles
argumentos de Yagupsky.
Con la humildad de los grandes, él
escuchaba atentamente mis discrepancias y luego
defendía sus posturas
con pasión y humor. Lo cierto
es que, más allá de
los cambios que haya logrado introducir en
el texto, mis tardes con él
eran deliciosas, inolvidables. Entre los tironeos
alrededor de un término,
yo cosechaba a manos llenas chispazos de su
ingenio y sabiduría. Comenzábamos forcejeando con
la versión de un vocablo y terminábamos
discurriendo sobre la condición judía.
Y allí, en el calor del
diálogo, en medio de un párrafo,
Yagupsky disparaba frases memorables, que a
veces yo lograba atrapar en el aire y anotarlas.
Me decía, por
ejemplo: El judío se caracteriza
por ser espiralado. No
vamos en linea recta. Por eso llegamos
al mismo punto y reverdecemos. O
pasaba naturalmente al ídish para
decir: ¿Ver
iz a id? A id iz a mentch vos es art
im. (“¿Quién es un judío? Un
judío es alguien al que las cosas
le importan”).
Con Santiago Kovadloff y con
Manuela Fingueret somos desde hace muchísimos años
una especie particular de shifsbrider,
de hermanos de barco; más precisamente
nos definimos como tishbrider,
hermanos de mesa de café, pero de una
mesa a bordo de la cual, en encuentros, a veces
semanales, a veces quincenales, ejercemos apasionadamente
el maravilloso arte de la conversación
porque sí. Y precisamente en esas charlas
de café se gestaron, se discutieron
y se disfrutaron anticipadamente muchas de
las cosas que escribió y publicó cada
uno de nosotros. Con Manuela, entre otras cosas,
escribimos a cuatro manos Las picardías
de Hérshele, un librito para
chicos que gozó de bastante
suerte; con Santiago hicimos alguna antología
y también un video El
pianito de escribir, dedicado a la vida
y obra de César Tiempo.
Con Ana Weinstein, Anita para
los amigos, disfrutamos montando en el Centro
Cultural Recoleta hace exactamente diez años
Album de una comunidad, una
exposición
dedicada al centenario del inicio de la colonización
agrícola en la Argentina. Desde entonces
vinimos compartiendo la aventura de crear varias
muestras y de redactar varios libros, alguno
publicado, alguno sobre el yunque y algunos
terminados pero inéditos
todavía.
Yo creo que si lo que se homenajea es mi obra,
toda esta gente debería estar incluida
en este reconocimiento.
Por otra parte, si hablo de mis trabajos en
colaboración no puedo dejar de mencionar
lo logrado en equipo con Clarita, mi mujer:
un par de hijos y un nieto que para nada son
la parte menor de mi obra.
También mi poesía, tarea
solitaria por excelencia, es un sitio compartido
con gentes y lugares. Más
de una vez me sorprendí sabiendo que
Mario Ber daba clases acerca de mi poesía,
pero mi asombro y gratitud se multiplicaron
cuando me contó acerca
de los ríos subterráneos que él
descubre en mi poesía.
Escuchar esta poesía en la voz de Ana
María Bovo es otra experiencia
conmovedora y única, merecedora de toda
mi gratitud.
Como decía Antonio Porchia: “Cuando
no estoy en las nubes me siento perdido”.
Lado a lado de muchas personas que quiero,
suelo andar mi poesía con gente que
ya no está, por
ciudades que ya no existen; por las vacías
calles atestadas de la Varsovia de mi madre,
por las evaporadas polvorientas callecitas
de Ratne, el minúsculo
shtetl de mi padre, e incluso por las desaparecidas
veredas de ese shtetl judío
que solía ser el porteño barrio
del Once de mi infancia. En el centro de este
barrio se alzaba Pasteur 633, el edificio de
la AMIA, y en el corazón de ese edificio
estaba el IWO, con una maravillosa biblioteca
que comencé a frecuentar a los once
años y a la que estuve y
estoy ligado desde siempre.
Esta noche vivo la conmovedora
experiencia de ser abrazado, reconocido, homenajeado,
por ese IWO. Gracias Abraham Lichtenboim, gracias
Ester Schwartz, gracias a quienes desde la
Fundación IWO decidieron
este festejo. Gracias Ana María Bovo,
gracias Mario Ber, gracias Santiago, gracias
Manuela y gracias a todos los que desde sus
asientos dieron prueba de su amistad. Me decía
hoy Héctor Yánover: “Hay
que ser muy hombre para bancarse un homenaje”.
Fue sólo gracias
a la cercanía de todos ustedes que pude
soportar la emoción y
la alegría de este encuentro. Muchas
gracias.