Isaac
Bashevis Singer, condenado a la Eternidad
¿Isaac Bashevis Singer condenado a
la Eternidad? Sí. Y vale la pena señalar
que de la multitud de escritores que desplegaron
su obra en la íntima y sabrosa lengua ídish,
muchos merecían y merecen esa misma
sublime condena. Pero de todos ellos Bashevis
Singer, Premio Nobel de 1978 mediante, fue
sin duda el que logró mayor reconocimiento
universal, gracias a su increíble encanto
como contador de historias, y no menos gracias
a su oportuna traducción a lenguas de
alcance mundial.
Esa inmortalidad de Bashevis Singer está tejida
de imágenes extrañas, provocativas
y fascinantes, tomadas de un mundo a la vez
entrañable y lejano, que ya había
sido desaparecido, evaporado cuando él
desplegó el grueso de su obra. Y con
la misma mirada de cercanía y extrañeza
con que describió a la gente apretujada
en los pueblitos judíos de Europa Oriental,
con esa misma mirada recorrió también
en sus historias las calles de Nueva York e
incluso las de Buenos Aires.
Quisiera comenzar con una anécdota:
Sucedió en 1978, en el Club Náutico
Hacoaj de Buenos Aires, en el curso de un homenaje
a Bashevis Singer por el Premio Nobel de Literatura
que acababa de obtener. Después
que varios oradores nos detuvimos a señalar
diferentes facetas de su personalidad y de
su obra, le tocó hablar a Marc Turkow,
un excelente periodista, hombre culto y apasionado,
que posiblemente muchos de los presentes recuerden
todavía. Turkow comenzó diciendo,
con tono sereno, que ese encuentro festivo
no era el lugar ni el momento para destacar
los aspectos negativos de la obra de Bashevis,
pero —agregó— en cuanto
terminasen los homenajes por su Premio Nobel,
entonces sí diría que el autor
de Satán en Goray... Y
allí, sin contenerse más, alzó la
voz y arrebatado, destrozó la obra de
Bashevis.
Para
quienes admiramos esa obra, resulta interesante
indagar qué hay en ella que concite
resistencias tan apasionadas y amores tan fervorosos. Posiblemente
los más jóvenes y la mayor parte
de los que leen simplemente a Bashevis con
placer, no entiendan de qué resistencias
estoy hablando, pero para cierta gente, habitantes
de la lengua ídish pertenecientes a
generaciones cercanas a la de Bashevis, existen
en sus relatos y novelas aspectos irritantes,
y vale la pena que nos detengamos en esos aspectos
porque tal vez estén entre los más
característicos y más interesantes
de su obra.
Pocos pueden discutir la calidad
literaria, la maestría jasídica
de Bashevis como contador de cuentos, pero
este escritor se introduce en un campo tácitamente
vedado; el de la relación del judío
de los villorrios con su propio cuerpo, con
su propio sexo, con sus propias pasiones, con
sus propios demonios. Lo imperdonable consiste
en que esos personajes suyos, endemoniados,
dominados por pasiones irresistibles, lleven
los dulces nombres de muchachas y madres judías
(Lea, Ester, Kreindl, Risha, Reizele, Yentl);
que lleven el nombre de nuestros abuelos, de
nuestras abuelas, los nombres de nuestros padres,
nuestros propios nombres. Bashevis
irrita, no porque ponga en términos
familiares lo extraño sino porque
descubre lo extraño que hay en lo
familiar, en nosotros mismos.
En El tribunal de mi padre (Main
tatns beis din shtib) ese hermosísimo
conjunto de relatos de Bashevis, entresacados
de los casos que desfilaban por el gabinete
de su padre, el rabino de la calle Krojmalna,
de la calle del pobrerío y del bajo
fondo judío de Varsovia, cuenta Bashevis
que allí, en ese tribunal del puritanismo
judío, se miraba al cuerpo como a una
incomodidad, como a un colgajo extraño
adherido al alma. Lo inquietante de sus
textos es que, sin tomar partido, muestra a
sus piadosos personajes desgarrándose
entre el bien y el mal, entre la fe y el escepticismo,
entre la santidad y la corrupción. Se
trata, desde ya, de una lucha muy judía.
El cristianismo suele poner el mal afuera;
de ahí que se permita levantar tribunales
inquisitoriales. Para el judaísmo
la persona —toda
persona—, es un microcosmos dual; su noche
es parte de su día y lleva dentro de
sí todo el bien y todo el mal, por él
no existen santos entre los humanos. Del primero
al último de los patriarcas, de los
reyes y héroes bíblicos, de Abraham
a Moisés y de David a Salomón,
ninguno es inmaculado pero están todos
atravesados por la LEY. Una ley con la que
los personajes de Bashevis forcejean, sin que
la suya sea precisamente una literatura didáctica,
de mensaje y moraleja. La tensión entre
esos dos rostros del ser humano, entre sus
instintos del bien y del mal, es la inquietante
materia prima con la que está construida
su obra literaria. Sus personajes tienen su
propia lógica, y Bashevis no los fuerza,
sólo los describe con hondura y piedad. “El
mundo —dijo Bashevis alguna vez— está lleno
de maldad, pero también de maravillas.
La función del escritor —agregaba— es
leer la naturaleza de los personajes de Dios,
y Dios dejó también sus impresiones
digitales sobre el barro que usó para
hacer a los extraviados”. Tampoco deja
de ser provocativo el tuteo de Bashevis con
el erotismo y el misterio, con lo sobrenatural,
con lo demoníaco y
lo angélico. Para él, el sexo
y lo sobrenatural van siempre juntos. Sus apasionantes
páginas nos introducen de lleno en mundos
donde reinan duendes judíos, brujas,
espectros y aparecidos judíos; maleficios,
amuletos, males de ojo y exorcismos judíos.
Y Bashevis no inventa nada; juega, como An-Sky
en su famoso drama El Dibuk, con el
imaginario del pueblo judío, con las
creencias y supersticiones judías y
no judías de los villorrios de Europa
Oriental. Y quizá lo más inquietante
de sus relatos sea el que den por sobreentendido
que la maldad rayana en lo diabólico
es un dato más de la realidad; que un
mismo personaje puede ser poseído por
las pasiones más extremas, pasiones
extremas en cuya existencia no nos atrevemos
a creer, pero que después de Auschwitz,
Treblinka y Maidanek, incluso después
de lo que sucedió hace unas semanas
en una escuela, en Rusia, tampoco podemos negar.
Hijo del siglo XX, como Kafka, la tensión
entre lo racional y lo irracional está presente
a lo largo de toda la obra de Bashevis. “Nací —escribió alguna
vez— con la impresión de formar parte
de una aventura increíble, de algo que
no podía haber ocurrido, pero que ocurrió de
todos modos”. “Para mí —agregaba— creer en Dios y protestar contra las leyes
de la vida no es contradictorio. Aquellos que
dedican su vida a servir a Dios, frecuentemente
osaron rebelarse contra su aparente neutralidad
en la lucha entre el bien y el mal“.
Los protagonistas de sus páginas
no son sólo sus personajes; lo son también
el placer y el sufrimiento, lo sutil y lo grosero,
la sensualidad y la violencia, la depravación
y el amor. En sus cuentos, bajo capotes, aladares
y mantos de plegarias, hierve la comedia humana;
la tensión entre el abismo y la espiritualidad,
la lucha entre las klipot cabalísticas,
y la redención mesiánica. Extrañamente
cabe decir que de algún modo, la pasión
de Bashevis es la de un moralista. La suya
es una obra hondamente judía, no sólo
por haber sido escrita originalmente en ídish
no sólo por estar atravesada de citas
y alusiones bíblicas y talmúdicas.
El vértigo de la acción suele
ir acompañado por largos monólogos
interiores acerca de la ética, acerca
de la bondad o maldad del Dios del Holocausto.
Dice Bashevis en alguna parte: “Yo sé que
el Plan de la Creación de Dios recién
está en sus comienzos”.
Una
de las protagonistas de la novela Sombras
sobre el Hudson dice: “La
mente humana es un mecanismo extraño”.
Fiel a esta reflexión, que es la suya,
Isaac Bashevis Singer despliega, por ejemplo,
en esta obra, de manera piadosa, provocativa,
una compleja trama de hombres y mujeres actuando
sus emociones en el límite. Con morosidad
se detiene el autor en la descripción
de ámbitos, atmósferas y personas,
pero donde despliega toda su maestría
es en el seguimiento de la emoción que
se vuelve pasión.
En un gran fresco que articula las historias
de un dispar conjunto de seres, arrojados por
el destino a las calles de Nueva York, el protagonismo
no pertenece a los personajes sino a la trama,
a una trama dramática exasperada por
un incisivo humor y mitigada por la sabiduría.
Bashevis se solía definir como un abogado
del diablo que cree en Dios, pero no está de
acuerdo con el modo como éste conduce
el mundo. Así, los protagonistas de Sombras
sobre el Hudson, son típicos
integrantes de la galería de héroes
literarios de Bashevis, sensuales, impulsivos,
a merced de pasiones irracionales, y al mismo
tiempo sumidos en la reflexión, en la
culpa, en el estupor ante el misterio que constituyen
para sí mismos. Gente a un tiempo atea
y creyente, que no puede vivir sin Dios ni
sabe convivir con Él.
Tal como Nueva York, donde está ambientada
Sombras sobre el Hudson, la ciudad de Buenos
Aires aparece mencionada en varios relatos
de Bashevis, fascinado como estaba por la leyenda
negra que durante toda una época unió el
nombre de esta ciudad a la prostitución
y a la trata de blancas organizada. No sé cuántos
saben que el autor de La Familia Moshkat estuvo
por esta parte del mundo, allá por 1957.
Por
aquel entonces yo era colaborador permanente
de un matutino judío porteño
llamado Amanecer. Además de
tener la fortuna de conocer allí y entonces
a Bernardo Ezequiel Koremblit, dada mi relación
con la lengua y la literatura ídish,
me encomendaron que en ese diario que entrevistara
y que siguiera de cerca las actividades y conferencias
de Bashevis, de modo que conversé a
menudo con él durante su estada en Buenos
Aires.
Lo primero que me impactó fue su rostro.
Yo había leído hacía poco
su Satán en Goray y una
colección de sus revulsivos, inquietantes
cuentos, en los que los idealizados shtetlej
judíos de nuestros santos abuelos se
mostraban, de pronto, poblados por brujas y
demonios, habitados por hombres y mujeres movidos
por pasiones incontrolables, por una lujuria
sin freno o por un ascetismo exacerbado, erótico. Una
fascinante literatura del abismo, de un singular
abismo romántico, que unía la
mística a un extraño satanismo
judío, maravillosamente relatado, además.
Y de pronto tuve delante de mí al autor,
y su aspecto no era precisamente el de un play-boy
sino el de un pálido, delicado e introvertido
talmudista, que acabase de quitarse la barba. Recién
a lo largo del diálogo, más que
sus palabras, los ojos de Bashevis, penetrantes
y tímidos, curiosos e irónicos
a un tiempo, comenzaron a unir dentro de mí hombre
y obra.
De
ese paso de Bashevis por América
del Sur quedaron huellas notables en su obra,
sobre todo en tres cuentos suyos dedicados
directamente a recrear episodios de aquel viaje: “La
colonia”, que
cuenta una dramática
visita a una colonia judía de Entre
Ríos; “Hanka”, que tiene
lugar en una siniestra Buenos Aires, y “Una
noche en Brasil”, que protagonizan extraños
personajes judíos en las afueras de
Río de Janeiro. En los tres cuentos,
relatados en primera persona, impera esa especie
de realismo fantástico tan propio de
Bashevis, que toma sucesos cotidianos cuya
realidad quiebra de pronto para dar lugar a
una otra realidad, siniestra, fantasmal, que
habría estado allí desde siempre
sin que lo sospechásemos, y en la que
nos deja sumidos al finalizar. Sólo
que en este caso los escenarios donde suceden
esos hechos extraordinarios no son aquellos
donde Bashevis los monta siempre; no suceden
en Varsovia ni en Lublín ni en Bilgoray
ni en Tishevitz, ni siquiera en Nueva York,
sino en lugares que creíamos familiares,
aquí nomás, al lado nuestro.
En la calle Junín, en la avenida Corrientes,
en un barrio fantasmal de Buenos Aires, en
un pueblito perdido de Entre Ríos, en
un teatro marplatense tomado por duendes y
fantasmas.
Bashevis
Singer persona, personaje y leyenda, está indudable
y merecidamente condenado a la Eternidad. Gran
prosista, gran prestidigitador, sus páginas
tienen la magia del narrador popular. Cuenta
sus fascinantes historias de duendes, posesos
y demonios, y le creemos. Nos lleva por misteriosas
callejuelas de aldeas desaparecidas y nos descubrimos
andándolas
con él. Nos conduce por las laberínticas
reflexiones de personajes llevados al límite
y comprobamos que habla de nosotros. ¿Qué más
podemos pedir de un narrador?